Miguel (izq) y José Daniel Torrealba
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Mi nombre es José Daniel Torrealba; mis amigos y mi familia me llaman Papelón. En este momento (mayo de 2012) tengo 26 años y me dedico profesionalmente a la cocina. Pero cuando tenía 18 mis planes eran otros.
En marzo 2004 yo era estudiante de Agronomía en la Universidad Centrooccidental Lisandro Alvarado (UCLA). Era jugador de beisbol y dirigente estudiantil de esa escuela, que siempre ha tenido fama de ser la más guerrera de Barquisimeto. Allí integramos un equipo de trabajo político que hacía años no se veían en la universidad. Teníamos presencia política en todo centro-occidente y nos movíamos con frecuencia a Guanarito (Portuguesa), donde apoyábamos las luchas campesinas con logística, presencia y activismo. Entre las actividades en que participé estaban las movilizaciones a Acarigua para protestar por el asesinato del dirigente campesino Juan Durán, a manos de sicarios contratados por terratenientes. Una vez, realizamos una toma del comedor de la universidad, porque la planta estudiantil de la UCLA son 900 estudiantes y el comedor sólo repartía 100 comidas; el resto no comía. Logramos que abrieran el comedor para todos.
Pero la lucha más importante que estábamos llevando era contra el tipo de formación académica que estábamos recibiendo en la escuela. Pensábamos que no era el tipo de formación anticapitalista necesaria en estos tiempos. Éramos muy críticos en ese sentido: Organizábamos ponencias, foros, actividades sobre agroecología. Las críticas que nos hacían eran: “Estos siempre hablan en las clases, por qué no ven sus materias tranquilos”. Nosotros estábamos pendientes del otro enfoque, el que se opone a la agricultura convencional. Así que en febrero de 2005 realizamos una toma del rectorado la UCLA; exigíamos revisar el pensum de Agronomía. Era una acción que tenía que ver con el contenido académico, no pedíamos otro tipo de reivindicaciones.
Estaba metido de lleno en esas luchas cuando sobrevino mi enfermedad. La que me cambió la vida.
Tuviste suerte: no había agua
La última semana de julio de 2005 estaba en Maracaibo participando en unos juegos de beisbol con el equipo de la universidad, en un torneo que duró una semana. Yo estaba jugando y rindiendo normalmente, pero empecé a notar que sangraba por las encías y que me aparecieron unas manchitas rojas en las piernas (luego me enteré de que se llamaban “petequias”). No me dolía nada, no sentía ninguna molestia. Muchacho al fin, me acostumbré a disimular la sangre mascando chimó; pensaba, haciéndome bromas a mí mismo, que el cocuy y el chimó lo curaban todo: “Debe ser una pendejada, a mí no me está pasando nada malo”.
Después del torneo aproveché que estaba de vacaciones y me fui a ver a mi familia en Acarigua. Era el cumpleaños de mi abuela y había una fiesta en la casa. Participé en la fiesta con toda normalidad, pero le conté a mi mamá lo del sangrado de las encías, y decidimos que fuera al odontólogo al día siguiente. Cuando fui al consultorio no había agua y no pude arreglarme los dientes. Esto fue un golpe de suerte, según supimos después. Me hicieron entonces un examen de sangre y al otro día fui a un módulo de Barrio Adentro, donde trabajaba una prima (Anabelis Torrealba) que es bioanalista. Al ver los resultados del examen preguntó alarmada a quién pertenecían. “Son de Papelón”, le dijo mi mamá.
La alarma era esta: las plaquetas estaban en 6 mil; los valores normales son de 150 mil a 450 mil. Las plaquetas son un coagulante natural; si aquella vez se hubieran puesto a arreglarme los dientes hubiera sido una tragedia, porque no hubieran podido detener la hemorragia.
Me llevaron al hospital de Acarigua. Cuando los médicos vieron el resultado me dejaron hospitalizado enseguida, me pusieron un tapaboca; yo les decía que me sentía bien, y ellos me respondían: “Sí, pero no estás bien”.
Al día siguiente les dijeron a mis padres que los síntomas eran parecidos a la leucemia. En hospital estuve 5 días. Me mantenían a punta de antibióticos y vitaminas, y me sometieron a aislamiento. Usaba un tapaboca, me prohibieron estar en sitios donde hubiera mucha gente y tener contacto físico con otras personas.
Me realizaron una biopsia de médula ósea. Para esto me metieron una aguja rígida gigante por el hueso de la cadera. Fue el dolor más arrecho que había sentido en mi vida hasta ese día. Le ponen a uno anestesia, lo agarran a uno como un perro y le meten esa aguja. Me pusieron anestesia local pero igualito lo sentí todo. Y fue como en público: mi papá y mi mamá estaban ahí. Cuando pegué el grito de dolor se asustaron. Ese mismo día decidieron llevarme a Caracas para que me atendieran en el Hospital Militar.
La salida del hospital pareció una escena de película. Uno de mis hermanos, ante la gravedad de mi estado, movió unos contactos para que me trasladaran en una avioneta hasta Caracas, y el mismo día que me iban a llevar me avisaron que tenía que estar en el aeropuerto a las 2 de la tarde. Formalmente teníamos que esperar que me dieran de alta y que expidieran una orden para poder salir, pero se nos hacía tarde y tuvieron que sacarme de allí sin esperar esa orden. Afuera me esperaban en un carro; mi familia cargó con todas mis cosas y a mí me llevaban en una silla de ruedas. Yo en ese momento todavía podía caminar, pero igual iba en silla de ruedas. Antes de llegar al carro me paré, caminé y entré al carro. La gente nos miraba extrañada; pensarían que alguien se estaba robando un paciente.
El titán de Los Llanos
En el aeropuerto estaba mi familia esperando para despedirme. Todos me preguntaban cómo me sentía, y yo respondía que muy bien, y era verdad: yo no sentía ningún malestar, me sentía y me veía muy bien. “¿Cómo te sientes?”, me preguntaban. “Como el titán de los llanos”, les respondía.
Mucho tiempo después me enteré de por qué todo ese revuelo entre mi gente. Todo el tiempo a mí me dijeron que sospechaban de un problema con la médula, pero lo que llevó a mis padres a sacarme del hospital era que los médicos, sin ver los resultados de la biopsia, insistían en que mi enfermedad era cáncer, y eso angustiaba a mi familia. Yo mientras estuve en el hospital no me enteré de eso, ellos fueron los que sufrieron por esa mala noticia.
Mi hermano mayor era uno de los que estaban ahí conmigo antes de subir al avión. Los enfermeros que fueron a buscarme preguntaron quién era el enfermo y señalaron a mi hermano: “¿Es usted?”, y todo el mundo soltó la carcajada porque mi hermano es un carajo flaquito y pequeño, y yo, que era el enfermo, tenía mi condición atlética de siempre.
En el Hospital Militar de Caracas permanecí un mes; eso duró el proceso de diagnóstico que iba a determinar qué tenía realmente. A medida que pasaba el tiempo el deterioro iba avanzando y entonces un día sí empecé a sentirme mal. La hemoglobina seguía bajando y yo pasaba mucho tiempo durmiendo.
En Barquisimeto mis compañeros se organizaron y se trasladaron en autobús para donar sangre, ya que mi papá les dijo que necesitaba donantes; vinieron 40 personas a darme ese apoyo. Me visitaron en el hospital, y creo que sentir el cariño, el aprecio y la solidaridad de los compas me ayudaron en mi recuperación más que todas las bolsas de sangre que fueron a donarme.
El método chino
Cuando llegaron los resultados de la biopsia que me hicieron en el hospital de Acarigua el equipo de hematólogos del Hospital Militar no los consideraron confiables, y decidieron hacerme nuevamente el examen. Les pregunté que si se trataba del mismo estudio, el de la aguja gigante, y me dijeron que sí.
El médico a quien le correspondió hacerme el estudio esa vez era chino. El hombre intentó darme ánimo: “Todo tiene cura, pero por supuesto hay que saber primero qué es lo que tienes. Yo sé que aquel examen te dolió, pero yo tengo un método que no duele. Compañero: yo soy chino”. Pensé: “Ay sí, gran vaina, eres chino”. No me tranquilizó para nada, pero bueno, ya estaba ahí y tenía que someterme a lo que fuera.
Me puse en posición, acostado de lado y estirando el cuello, como me habían indicado en Acarigua. Cuando el médico me tocó yo me sobresalté, tenso como estaba por el recuerdo de aquel dolor. “Tranquilo, esto no te va a doler”, insistió el doctor. La aguja entró y dolió como la otra vez. De nuevo tuve que soportar ese dolor espantoso.
Al sacar la aguja el médico se dio cuenta de que la muestra había quedado adentro; entonces me dijo: “Tengo que punzar de nuevo. Ahora sí te va a doler”. El dolor que había sentido en el hospital de Acarigua quedó así destronado. Esa era, ahora sí, la experiencia más dolorosa que había tenido en toda mi vida.
En Barquisimeto, cuando hacíamos protestas, había un acuerdo o norma entre los manifestantes y era que, costara lo que costara, había que evitar que nos agarrara la policía. La expresión era: “No podemos dejar que nos agarre el gancho”. Dejarse “agarrar por el gancho” era quedar sometido a la brutalidad de los cuerpos policiales. “Te agarró el gancho” significaba: prepárate, porque te jodiste. Ese día pensé que ya podía dejarme agarrar por el gancho e iba a poder soportarlo todo; esta experiencia me hacía sentir preparado para lo que fuera. Con los días me acostumbré a jugar con esa forma de asociar la preparación que te daba la militancia y la forma de aguantar los momentos difíciles de la enfermedad.
Días después nos dieron el resultado de la biopsia. No era cáncer sino aplasia medular. Nos explicaron que es una enfermedad degenerativa de la médula ósea. Las petequias y el sangramiento se debían a que la médula ósea no estaba funcionando y me estaba desangrando por dentro. Al igual que con la leucemia, la solución a esa dolencia es un transplante de médula. La diferencia entre las dos enfermedades es que la leucemia te esparce células malignas por todo el cuerpo; la aplasia medular no, pero la médula deja de funcionar y eso te destruye el sistema inmunológico y cualquier gripe o infección mínima te puede matar. Era el 20 de agosto de 2005.
El médico chino nos comunicó ese resultado y propuso una solución: trasladarme a una clínica donde él trabajaba y realizarme el transplante. El precio de esa operación era de 500 mil bolívares. Pero la operación en sí misma no garantizaba nada, ya que el proceso post operatorio incluía un tratamiento de quimioterapia, con un medicamento que costaba 30 mil bolívares cada aplicación, por 20 días. La aplicación tenía que ser constante e ininterrumpida; si por alguna razón se interrumpía ese tratamiento entonces había que comenzar todo de nuevo, y eso podía pasar porque el medicamento no era fácil de conseguir y la clínica no se ocupaba de eso: los familiares tenían que buscarlo. Nos dimos cuenta de que para los médicos yo había dejado de ser un paciente: ahora yo era plata. Mi salud ya no importaba, lo importante era que mi enfermedad le iba a proporcionar un dinero a unos señores que comercian con la salud. Decidimos entonces acudir al Convenio de Salud Cuba-Venezuela.
El donante
Un médico cubano nos explicó cómo sería el proceso si decidíamos ponernos en manos del Convenio. Llegaría a la isla en un vuelo expreso que no iba a costarle nada a mi familia, me recluirían en un lugar con otros pacientes, me trasladarían al hospital donde iban a operarme; luego me harían el transplante, me llevarían luego a una unidad de transplantados para realizar y vigilar allí el proceso de quimioterapia y recuperación, y al estar curado me vendría a Venezuela. Durante toda mi permanencia allí tendría alojamiento y tres comidas diarias para mí y mis acompañantes. Fue inevitable preguntar cuánto iba a costarnos eso, y la respuesta fue: “Ni un centavo”.
Mis padres hablaron con el médico del Hospital Militar sobre la decisión de irnos a Cuba, donde nos daban todas las garantías, y el médico respondió: “Nosotros estamos más avanzados que ellos. En Cuba los van a tratar mal, y además no tienen el conocimiento ni la tecnología que tenemos aquí”.
Salí el 8 de septiembre de 2005 del Hospital Militar. Mi familia tuvo que alquilar un aparto hotel para instalarnos en Caracas. Nuevamente se activó la solidaridad de nuestros amigos, que nos costearon la permanencia en la capital, donde no teníamos más familiares. Estuve varias semanas bajo tratamiento y tuve que hacerme exámenes semanales mientras se ubicaba un donante de médula, que debía ser uno de mis hermanos.
El único sitio donde se hacía esa prueba era el Instituto Inmunológico de la Universidad Central de Venezuela, que estuvo cerrado durante todo el mes de agosto por ser el mes de vacaciones y por eso no se determinó antes quién podía ser el donante y no pudimos viajar a Cuba más rápido.
Hacerles la prueba de compatibilidad a todos mis hermanos iba a costarnos una cantidad de dinero que no teníamos, también tendríamos que conseguirla. Mi mamá se levantó un día diciendo que había tenido un sueño, y le dijo a mi hermano Miguel, el menor (que en ese entonces tenía 15 años): “Tú vas a ser el donante. Hazte la prueba tú primero”. El primer día de trabajo del Instituto acudimos muy temprano a hacerle el examen a Miguel; a los pocos días nos dieron los resultados, y en efecto, era compatible. Fue un momento de alivio y de optimismo, pero igual pensé en las posibilidades de que no regresara, y ese día, (29 de septiembre; lo recuerdo porque es el día de la fundación de Acarigua) salimos Miguel, mi mamá y yo junto con otros 200 pacientes rumbo a La Habana. Decidí comenzar a escribir un diario para entretenerme, y para registrar aunque fuera los días de mi encierro.
Ya tenía un diagnóstico, un donante y la decisión de confiar en la medicina cubana.
“Hasta la victoria, siempre”
Una vez allá me trasladaron al Centro Internacional de Salud La Pradera. Allí estuvimos por una semana. Luego nos trasladaron al Centro de Investigaciones Médicas y Quirúrgicas (CIMEQ), una especie de urbanización con casas o cabañas donde se alojan los pacientes, y donde en efecto teníamos todas las atenciones, desde las médicas hasta las más cotidianas (comidas, etcétera).
Los hematólogos nos explicaron en qué consistía la operación de transplante, pero ofrecieron otra opción: dijeron que si al cabo de unos exámenes se determinaba que la enfermedad era reversible mediante un tratamiento menos invasivo que el transplante, lo harían. Un tratamiento podía durar más, pero las posibilidades de éxito eran mayores. Yo me molesté, en mi desesperación, y les dije que si el transplante me daba garantías de vida entonces por qué esperar más.
Mucho después mi mamá y mi hermano me revelaron que los médicos sólo estaban tratando de buscar hasta la última alternativa: sucede que las probabilidades de éxito en transplante de médula ósea, en mi caso particular, se reducía a 40 por ciento, porque ya llevaba dos transfusiones y esto afectaba mis condiciones generales. El tratamiento, en cambio, sería un proceso largo que podía continuar en Venezuela, con visitas regulares a Cuba. La familia tenía que tomar la decisión.
La familia deliberó y al final se decidió por el transplante. No prolongar más la espera y tomar el camino corto.
En esos días Miguel y yo nos pusimos a revisar un escrito llamado “Hasta la victoria siempre”, del Che Guevara. Era un programa corto y sencillo, de diez puntos, para estimular la moral de los combatientes revolucionarios. En esa lectura, que reforzaba las que ya habíamos hecho en Venezuela, uno se da cuenta de un dato: que lo que han hecho los cubanos es una demostración de lo que puede hacer la voluntad de los seres humanos. Esa Revolución la dirigieron unos tipos que tenían 30 años y se lanzaron a hacer una patria a esa edad. Tomar el poder, enfrentar un imperio, construir un país desde cero, hacer un poco de cosas nuevas, eso se logró porque esa gente tenía voluntad y sabía que podía lograr lo que lograron.
Yo me tomé para mí esos mensajes y me ayudó mucho acercarme a esa moral tan alta, leerla con mi hermano.
Clínica del Dolor
Desde el momento en que tomamos esa decisión transcurrieron tres semanas. En medio de tanto ocio y tanta espera me iba con mi hermano a recorrer las zonas del hospital. Había un área por donde caminábamos que se llamaba “Clínica del Dolor”. Montamos un chalequeo con eso: hacíamos chistes con el cuento de que la gente iba ahí para que la hicieran sufrir y le mirábamos la cara a los pacientes: “Qué bolas, les va a doler que jode”.
Durante todo ese tiempo la compañía de mi hermano y mi mamá me habían ayudado a mantener alto el ánimo. En la televisión pasaban los juegos de Grandes Ligas, estábamos pendientes de los partidos de los Medias Blancas de Chicago porque Oswaldo Guillén era el mánager y tenía una buena temporada. Así que todo el tiempo estuve relajado, pasándola bien. Me sentía de buen humor pero en algún momento empecé a sentirme débil, ya no tenía las mismas fuerzas; escasamente podía caminar. Entonces comencé a preguntar por qué la tardanza, a qué se debía la espera.
El doctor Wilford De León, jefe de Hematología, me dijo que debía esperar todo lo necesario antes de ingresarlo en la Sala de Transplante. Me habló de todo el proceso de planificación, todas las previsiones que debían tomarse. “Por muy sencilla que sea una operación uno tiene que prepararse siempre para lo imprevisto, para lo peor”, me dijo. La forma en que hablaba de los preparativos, de crear las mejores condiciones para los pacientes y para los médicos que iban a hacer su trabajo, me hizo recordar a los mercaderes de la salud que tenemos en Venezuela: aquí me decían que si no conseguíamos el medicamento había que volver a empezar, y me imagino que a muchos les ha pasado que invierten millones que no era necesario gastar y a los cinco años se mueren como unos pendejos. Ya uno deja de ser un paciente y se convierte en un cliente. Los cubanos me dejaron la impresión de que hacen lo que hacen, y como lo hacen, porque les gusta su trabajo y lo consideran un servicio a los seres humanos, no un negocio.
Cuando ya tuvieron todo listo me llamaron para los preparativos, a mediados de octubre; la fecha fijada para entrar a la Sala de Transplante era el primero de noviembre. Uno de los pasos previos a la intervención fue ponerme un catéter, una especie de guaya o manguera pequeña que le meten a uno por la yugular y va directo a la médula ósea. Por allí introducen los medicamentos de la quimioterapia. Nos advirtieron que ese era uno de los procedimientos más riesgosos de la operación, más que la operación misma, ya que mis defensas estaban muy mermadas y cualquier herida o infección podía complicarse mortalmente. Así que en la mañana me hicieron una transfusión de plaquetas para ayudar a la cicatrización. En la tarde me llevaron a colocarme el catéter. Me trasladaron en silla de ruedas por los pasillos, hasta un lugar por el que ya había pasado antes: la Clínica del Dolor.
Crucé una mirada con Miguelito. En esa mirada Miguelito me decía: “Te agarró el gancho”.
Y me agarró el gancho: una vez más quedó desplazado al segundo lugar el dolor más fuerte de mi vida. Ya no sería aquel de la doble punción en el Hospital Militar. Ahora me tocó la prueba de la Clínica del Dolor.
Llegó un médico, me ordenó quitarme la ropa y ponerme una bata. Me colocaron anestesia; pero yo decidí combatir el sueño porque quería ver qué iban a hacerme. En eso estuve unos momentos, tratando de no dormirme, y sentía que lo estaba logrando. Estaba acostado, de lado, con una pierna y el cuello estirados. El médico me sostuvo la cabeza con una mano, y con la otra me hizo un corte con un bisturí; sentí la sangre caliente chorrear, y luego introdujo la guaya. No sé cuántos minutos duró el procedimiento, pero en algún momento sentí que esta vez sí ya no podía más, que era preferible entregarme. Me concentré en una gota de agua que caía de un lavamanos allá al fondo, hasta que me dormí o me desmayé.
Testimonio de Miguel Torrealba:
Todos esos días la pasábamos bien, nos entreteníamos y echábamos broma, todo el tiempo montábamos una jodedera con cualquier cosa. Nunca vimos a mi hermano con pinta o actitud de enfermo. Pero ese día, cuando salió de la Clínica del Dolor, por primera vez lo vimos demacrado, con cara de deprimido, de derrotado; estaba pálido. Venía con un gorro, el tapabocas y un paño, doblado en la silla de ruedas. Fue la primera vez que le vimos aspecto de enfermo (Fin del testimonio de Miguel Torrealba).
El Día Cero
Ingresé a la Sala de Transplante, que es un espacio aislado, acondicionado para que sólo yo pudiera estar allí. Es una habitación esterilizada con ozono y con una temperatura de 8 grados centígrados. Allí comía, me bañaba, hacía mis necesidades, todo sin ningún contacto con el exterior. A mi mamá y a mi hermano podía verlos a través de una ventana de vidrio de 1 centímetro de grosor, pero no podía tener contacto físico con ellos. Las enfermeras entraban dos veces al día y un médico lo hacía todas las mañanas. Mi hermano se asomaba por ese vidrio y me mostraba el programa “Hasta la victoria siempre”. Esas cosas me levantaban el ánimo.
Estuve 32 días allí, los 11 últimos recibiendo quimioterapia; el protocolo consistía en destruir toda la médula ósea y reducir a cero mi sistema inmunológico, así que a medida que se acercaba el Día Cero (ingresé el día -32 y los días se contaban en cuenta regresiva) me iba quedando sin plaquetas, sin glóbulos rojos ni blancos.
En la sala de al lado, separada de la mía por una pared, había un muchacho cubano un poco mayor que yo, y que tenía la misma enfermedad; supe que se llamaba Yurién, pero no recuerdo el apellido. Mi madre y la suya se hicieron muy amigas, porque compartían las horas allá afuera mientras nosotros permanecíamos aislados dentro de las salas. El caso del chamo era distinto, porque era hijo único y entonces no tenía donante; los médicos le extrajeron entonces las pocas células madre que le quedaban para ver si podían reinsertárselas y hacer una especie de autotransplante.
Testimonio de Miguel Torrealba
Mi mamá y yo estábamos alojados en un hotel, lejos del hospital. Todos los días nos parábamos a las 5:30 ó 6 de la mañana, desayunábamos en la habitación y nos íbamos para el hotel para estar con José Daniel hasta la noche; cuando él se dormía regresábamos al hotel. Esa fue nuestra rutina durante esos 32 días. En algún momento yo empecé a salir los fines de semana para conocer La Habana y para comprar alguna cosa que necesitáramos, pero mi mamá estuvo siempre firme ahí sin romper esa rutina. Ahí me di cuenta de la fortaleza del amor de una madre (fin del testimonio de Miguel Torrealba).
A mí me habían advertido que la quimioterapia me iba a hacer vomitar mucho, que no me iba a dar hambre, que iba a rebajar de peso. Me prepararon mentalmente para esa situación. Yo pensaba: “Bueno, con todo el peso que he aumentado por esta comedera que tengo aquí, si rebajo unos cuantos kilos voy a estar bien”. Pero para sorpresa de todo el mundo el hambre no se me quitaba, y las ganas vomitar me daban era cuando no comía. Comí más que nunca, todo lo que me llevaban en la bandeja me lo tragaba. Una vez mi mamá sancochó un kilo de yuca para que comiera con unos bistécs y me dijo que comiera toda la que pudiera y le devolviera el resto. “El resto” no existió nunca, porque me comí completo el kilo de yuca. Las enfermeras y los médicos me decían: “Vaya, tú eres el único paciente que hemos visto comer así mientras le hacen quimioterapia”.
Miguelito también debió ponerse en tratamiento y en preparación para que se le extrajeran las células madre.
Testimonio de Miguel Torrealba:
A partir del día -4 (cuatro días antes del transplante) tenía que ir por cada doce horas al hospital a que me pusieran unas inyecciones que me elevaban todos los valores del sistema inmunológico. Lo que me inyectaban conseguía que las células madre afloraran a la sangre periférica, es decir, la que fluye por las venas. Ya desde la segunda inyección el dolor en las articulaciones y en la cabeza eran inaguantables. No había un momento sin que me doliera todo el cuerpo; me costaba demasiado poder dormir. Al cuarto día, el Día Cero o día del transplante, ya no podía aguantar.
El Día Cero me conectaron a una máquina, que es la que separa las células madre de la sangre. Me colocaron una vía que enviaba la sangre a esa máquina, y otra vía que reintegraba la sangre a mi cuerpo. Fue un proceso de seis horas; estuve allí desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Llenaron unas bolsas con las células madre y eso fue lo que hice como donante (Fin del testimonio de Miguel Torrealba).
La mañana del transplante me inyectaron dos antialérgicos fuertes: benadrilina y dipirona; esto fue como a las cinco de la mañana. Yo sentía cuando me iban inyectando esas sustancias y me entró un sueño profundo; me dormí por más de cuatro horas. La operación de transplante es sencilla: conectaron las bolsas de sangre con células madre a una máquina que a su vez me la pasaba a mí, como una transfusión de sangre normal. El proceso duró hasta la una de la tarde.
Cuando desperté sentí que había dormido mucho y me fui a levantar, pero una enfermera me detuvo: “Ya va, no te pares. ¿Cómo te sientes? ¿Estás despierto?”. Le dije que estaba bien y que sí, estaba despierto. “Dime qué necesitas, para dónde vas”, me preguntó la enfermera, Laura.
“Tengo mucha hambre”, le respondí.
La enfermera nueva
Se supone que al día 20 después de la operación ya la médula debe comenzar a producir lo que tiene que producir. Me hacían exámenes de sangre diariamente, y el equipo de médicos y enfermeras, aparte de los chequeos de rigor, tenían la misión de subirme el ánimo, y lo hacían muy bien, son muy panas los médicos y enfermeras. Al día 11 uno de los médicos trajo noticias alentadoras: “Hay buenas señales de que la médula está funcionando. Vamos a esperar, es muy temprano todavía pero esas señales son buenas”.
El día 14 se me dispararon todos los niveles, casi hasta un nivel normal. Los médicos me felicitaron y me dieron la buena noticia: “Caballero, ya tú estás listo, ya la médula arrancó a trabajar. En 15 días te vas para tu casa”.
Ajustaron la temperatura de la habitación a 15 grados, me fueron suspendiendo poco a poco los antibióticos. El día 15 me hicieron un anuncio un poco raro: “Hoy te vamos a traer una enfermera nueva”. Entró una mujer con la bata y el atuendo de enfermera, que resultó ser mi mamá. Fue una jugada de los médicos para contentarnos todavía más.
Y la otra la habían preparado mi hermano y mi mamá: ellos sabían que mi papá iba a ir a Cuba para visitarme y no me habían dicho nada. Pues el hombre se apareció por allá y pude verlo a través del vidrio. Fue emocionante, el hombre se puso a llorar y yo le decía: “No seas pendejo, yo estoy muy bien aquí, ya no estoy enfermo”. Pero fue demasiado emocionante, yo siempre fui muy pegado con mi papá.
Pasé todo el mes de noviembre en la Sala de Transplante; el 2 de diciembre salí de allí. Al salir vi por primera vez a Yurién, el compañero cubano de al lado, a quien no había visto nunca. Fue la primera y última vez que lo vi, porque el chamo no respondió al procedimiento que le hicieron y murió poco después, lamentablemente.
Fui a alojarme con mi mamá en la casa especial para transplantados, de donde tuvimos que salir en pocos días porque ya yo estaba fuera de peligro y porque estaban llegando otros pacientes de Venezuela; recuerdo un chamito de San Cristóbal a quien tenían que hacerle un transplante, y su familia estaba muy nerviosa. Mi mamá fue a calmarlos, sobre todo a la mamá, les dijo que los médicos eran muy buenos, que yo había salido bien de todo. Así que nos alojaron a mí y a mi mamá en el hotel Copacabana.
En este hotel presencié un espectáculo insólito: una mujer reclamando la calidad de la comida, quejándose y culpando al Gobierno de Chávez. Resulta que antes a los pacientes el Gobierno además de todo lo que le daba también les daba dólares a los pacientes, y la tipa estaba quejándose porque no quería seguir comiendo la comida del hotel sino tener plata para comer en otra parte. Te pagan un hotel 4 estrellas, te dan atención médica, te dan todo, y esa mujer hablaba mal del Gobierno porque quería más.
Miguel regresó a Venezuela el 15 de diciembre. Yo me quedé con mi mamá hasta el 10 de enero de 2006.
La nueva vida
El diez de enero regresé a Venezuela, allá a mi casa de Acarigua. Había fiesta en la casa y mi sorpresa y emoción fueron grandes al ver que los vecinos me habían hecho una gran pancarta que decía: “Bienvenido, Papelón”, me recibieron con aplausos y me llenaron con mucho afecto.
Miguel, mi hermano, ha agarrado una jodedera porque él me salvó la vida. Cada vez que me pide un favor me dice: “Y no te puedes negar: yo te doné la médula, me debes la vida”. Me manda a cocinar y me dice: “¿Quién te dio la médula? ¿Ah?”.
Estuve un año y medio con un tratamiento (me traje como 300 mil bolívares en medicinas, que me alcanzaban para seis meses; me salieron totalmente gratis porque me las entregaron en Cuba) y unas indicaciones y prohibiciones: durante un año y medio no podía ir a la playa, ríos o piscinas, tener relaciones sexuales, estar en grandes aglomeraciones de personas. No podía hacer esfuerzos físicos y semanalmente tenía que hacerme exámenes de sangre y enviar los resultados a Cuba.
A finales de 2007 pude volver a hacer deporte otra vez. En uno de los viajes a La Habana (tuve que regresar para chequeos cada tres meses) les pregunté a los médicos si podía regresar a la universidad a continuar los estudios de Agronomía, y me respondieron que no, que me olvidara de esa carrera. Les pregunté por qué, y me dijeron que había sospechas de que la enfermedad la adquirí por la manipulación de sustancias tóxicas en el laboratorio. En efecto, allí trabajaba con nitratos, con fosfatos y agroquímicos, y lo hacíamos sin máscara y sin bata, sin ninguna protección. No se comprobó que haya sido por el contacto con esas sustancias que se me lesionó la médula, pero es probable, y de todas maneras no debía arriesgarme a exponerme a esas sustancias en las condiciones en que estaba.
Me dediqué entonces a la cocina, que al final es otra forma de acercarme a los alimentos. La Agronomía me acercaba a la producción de alimentos, y la concina a su elaboración. En el campo me había tocado conocer la realidad de los campesinos de Venezuela, explotados y trabajando para otros; y ahora, luego de estudiar cocina, estoy en otro momento de la cadena, que es el eslabón final: la preparación y el consumo de esos mismos alimentos que el campesino produce. He tenido entonces acceso a información sobre otro circuito capitalista, que es el de los restaurantes de lujo y las formas de explotación a sus trabajadores.
Detrás de cada plato de comida hay todo un esfuerzo y toda una realidad social que la mayoría de la gente ni se imagina. Casi nadie piensa en todo el trabajo que cuesta que un pimentón, un pescado o un tomate estén en nuestros platos. Los dramas de los jornaleros que deben entregar la vida para producir lo que consumimos, y el drama humano de los cocineros explotados para que la gente pueda comer en los restaurantes. En esta historia me estoy involucrando también y en eso invertiré los próximos años de mi vida.