Tengo 38 años de edad. Nací en Barrio Obrero, San Juan, Puerto Rico, y estudié los primeros grados de escolar en Mayagüez. Me llevaron muy pequeño a Venezuela y me instalé en la costa de Vargas, en La Guaira, porque mi familia es de allá.
Soy buzo industrial y mi especialidad es la soldadura submarina. He trabajado en varias partes del mundo con varias empresas transnacionales. Técnicamente es la misma soldadura convencional, pero es más moderna por los materiales que se usan; trabajamos con plástico, electrodos y metales. A los doce años ya era asistente de mecanismo, una especie de ayudante de soldadura, pero debajo del agua. Heredé esa vocación por el buceo de mi papá y mis abuelos, que también fueron pescadores y buzos.
En este oficio el prestigio que uno se gana no es por los estudios sino por el trabajo, por la experiencia; tu trabajo es lo que hace que las empresas se fijen en ti y empiecen a solicitar tus servicios. Yo empecé sacándole los rezones (las anclas) del fondo del mar a las lanchas, a pulmón, más o menos desde que tenía diez años. Cuando la tiraban y se perdían yo las buscaba, y me daban 100 ó 200 bolos por ir a sacar el ancla a 40, 60, 80 metros, sin equipo ni bombonas de oxígeno.
Hay varias diferencias entre trabajar bajo el mar y hacerlo en la superficie. Una es el peso de los instrumentos. Debajo del agua los equipos pueden pesar la mitad de lo que pesan afuera y son más manejables; soldar abajo parece un juego de niños. Pero las desventajas y peligros son varios: uno somete el cuerpo a gases muy tóxicos, a sustancias que te deterioran el organismo, y la calidad del aire que estás respirando no es la misma que la del aire natural. Una hora de labor bajo el agua equivale a seis horas en la superficie, así que uno se desgasta más.
Pude ejercer ese oficio desde esa edad tan temprana porque la legislación venezolana y la de la mayoría de los países latinos no es igual que en otros países. En algunos países desarrollados, con sólo una autorización de tus padres, tú puedes trabajar en cualquier especialidad. Yo participaba en algunas labores complejas, como las reparaciones de propela y de casco.
Mucho después estudié Submarinismo en la Universidad Simón Bolívar. Esa es una carrera de ocho años. Aprendí mucho sobre la fauna marina; la carrera de submarinismo requiere dominar varias especialidades y esa es una de ellas. Es una carrera compleja y se aprenden cosas importantes del oficio. Por ejemplo, uno debe analizar el enfriamiento y el calentamiento del agua para saber el traje que va a usar, y el material y el instrumento de autodefensa. No te puedes poner a soldar sin saber qué animal te va a atacar. Tú llegas a matar un pez en un país como Cuba, que tiene una legislación tan estricta, y tu permiso es para dedicarte al turismo o al comercio, puedes ir hasta preso. En otros países como Australia hay varios animales protegidos porque están en peligro de extinción y no lo puedes matar. Claro que no vas a dejar que te muerda o te coma un tiburón, una tintorera, una anguila, pero es necesario conocer la fauna antes de proceder. Últimamente se está empleando en casi todas partes un electrodo de 300 amperios, que produce un choque de corriente que neutraliza al animal, pero no lo mata.
El oficio
De los buzos venezolanos de mi generación, unos 120 en total, quedamos vivos y activos como 16. Unos han muerto y otros han debido retirarse; los hay mordidos por tiburones, otros han sufrido descompresión, convulsiones, trombosis. El exceso de oxígeno para buceo llega en un momento que te hace colapsar las arterias, los pulmones, porque no es un oxígeno natural. En este oficio uno es propenso a sufrir un derrame cerebral, a adquirir mal de Parkinson; estamos expuestos a enfermedades pulmonares y cardiovasculares; a sufrir accidentes mortales por un mal cálculo, un error o mal movimiento.
Cuando uno va a soldar baja un equipo de seis personas: un capitán de grupo, dos para seguridad, dos ayudantes y que graban y registran el trabajo con la cámara. La filosofía de este trabajo es que cuando uno baja no sabe si va a volver a subir con vida.
Una vez, trabajando en Higuerote, un tiburón atacó a un compañero y perdió una pierna. Él creía que lo había golpeado un tronco, pero cuando se dio cuenta de que había un animal cerca subió rápido a la superficie; cuando estaba arriba se dio cuenta de que ya no tenía la pierna. No era un tiburón de los agresivos, pero pasa algo: el material con que nosotros trabajamos produce abajo un ruido como cuando uno golpea una pecera. Los peces se vuelven locos y se ponen a la defensiva, a buscar de dónde viene el sonido. Cuando uno está soldando y golpeando, el pez grande va a ver de dónde viene la perturbación, qué está pasando en su territorio. Por eso uno tiene cuidado de no matar el pescado, la posición tiene que ser de defensa de la fauna marina, de la ecología marina. Uno debe entender que está en sus espacios; si uno entra a su casa y encuentra a un tipo ahí uno no va a estar preguntando, lo primero que agarra se lo pega por la cabeza. Hay que entenderlo así, uno está invadiendo la casa de unos animales, y ellos la defienden.
La vida útil de un buzo depende también del modo de vida que uno lleve, de sus condiciones físicas y deportivas. Si fuma puede durar menos, igual si bebe. Así que también tiene que ver con la madurez o el autocontrol. Cuando uno está en una profesión que paga tan bien es fácil que algunos compañeros se entreguen a la bebida, a la droga. En mi caso, por haber empezado a tan corta edad, la empresa donde trabajaba cuando tuve el accidente quería retirarme (tenía 37 años). Llegué a capacitador: yo era el que aprobaba el ingreso de los nuevos buzos. Les daba un curso de mantenimiento, ponía a prueba sus condiciones físicas. Ya a mí estaban queriendo alejar del agua. A mí no me gustaba esa idea porque estaba en buenas condiciones, pero tengo claro que todo tiene un límite.
De las profundidades a las alturas
Un día, en el barco en que yo me encontraba, estaban haciendo reparaciones. Necesitaban alguien que fuera a soldar unos de tanques arriba, porque había una fuga de detergente, y me mandaron a mí. Yo venía del agua con el traje mojado, y así mismo subí a hacer el trabajo. Íbamos navegando entre Caribe y el Sheraton, en las costas de Vargas.
Mientras yo iba subiendo un operador estaba arriba moviendo unas vigas con una grúa. Cuando estaba llegando a la parte más alta una de esas vigas rozó la escalera y perdí el equilibrio; busqué de dónde agarrarme y lo que encontré más cerca fue un cable de electricidad, y me agarré de él. El golpe de corriente me bombeó para atrás contra la torre; con ese golpe me fracturé la mandíbula. Quedé colgando del pantalón, que quedó enganchado en un trozo de metal, pero el pantalón no aguantó mucho y se rompió; al caer me golpeé con los metales y se me fracturó la mano y el brazo izquierdo, y seguí hacia abajo en caída libre, de espaldas, desde una altura como de tres pisos. Abajo había varias vigas “doble T” de hierro, que se usan para colocar los tanques de oxígeno; caí de espaldas sobre una de ellas. La viga se me enterró por la espalda y me salió por delante, a la altura del estómago.
No sentí el golpe. No perdí el conocimiento. Quedé doblado hacia atrás como una “U” invertida. Varios compañeros se acercaron; yo les gritaba: “Me atravesó, me atravesó” pero no podía ver qué había pasado. Los compañeros me sacaron levantándome desde abajo, como cuando uno saca un trozo de carne de una vara pero al revés. Un metro y medio de viga me atravesaba el cuerpo.
Cuando lograron sacarme, parte de los intestinos y el estómago salieron por detrás, por la herida de la espalda. Los intestinos están dentro del cuerpo enrollados, en forma de espiral o circular; al salir quedaron rectos, varios metros fuera del cuerpo. Como pudieron lo volvieron a meter todo.
La otra travesía
El barco estaba a unos 3 mil metros de la costa. Me bajaron en una camilla hasta una lancha rápida y esta me llevó a tierra. Allí me recogió una ambulancia que me trasladó al Hospital Militar. En el camino me daban cachetadas, me hablaban y me hacían hablar, me inyectaban; yo ya no sentía las piernas. Yo iba consciente todo el camino. Cuando llegué al hospital entonces sí me desmayé.
La evaluación inicial arrojó que la viga me dañó el colon, los intestinos y el estómago. Aparte, tuve fractura de dos costillas, de la mandíbula, el brazo y el tobillo izquierdos; los dedos de la mano izquierda. Me hicieron una primera operación; allí me colocaron unas grapas metálicas de titanio; el estómago me quedó por fuera. Cuando me vi la bolsa empecé a gritar, a preguntar por qué me dejaron vivir. Duré hospitalizado tres días y me mandaron para mi casa.
Yo en ese tiempo vivía solo. Tenía una pareja (mi esposa actual) pero no vivía con ella. Yo he sido siempre un hombre trabajador y nunca he dependido de nadie, por eso no quería que vinieran ahora a atenderme. Pasé trabajo, porque hasta para comer e ir al baño necesitaba ayuda.
A los pocos días los ojos se me empezaron a poner morados, me dolía la cabeza, me dolía todo el cuerpo. Fui al Hospital Militar y descubrieron que tenía una infección dentro del cuerpo. Los metales nunca dejaron que se cerrara bien la herida. Con la presión de la faja que me pusieron, empezaron a irse las grapas. La piel se empezó a estirar y a romper y las grapas se salieron. Al principio maldije, peleé con los médicos, les decía que aquello había sido negligencia. Después lo pensé mejor y entendí que ellos más bien me habían salvado la vida.
Me sacaron una bolsa de coloctomía para poder evacuar. Fue entonces que decidí con mis hermanos ir a operarme a una clínica.
Gracias a que yo ganaba un buen sueldo tenía algo de dinero ahorrado; lo gasté todo en 25 operaciones. Pasé por el Hospital de Clínicas Caracas, La Arboleda y otras clínicas privadas. Cada operación, que era nada más para drenar y limpiarme y cambiar la prótesis, eran 15 y 20 mil bolívares. En total gasté como 127 mil bolívares (127 millones de los antiguos). Cuando se me acabó el dinero, un hermano llevó mi caso al Convenio Cuba-Venezuela, y me llamaron.
En proceso
En La Habana están haciéndome nuevamente todos los estudios, pero esta vez a ciegas, porque en el Hospital Militar de Caracas no aparece ninguna historia mía, no hay un registro de lo que me hicieron cuando llegué el primer día; es como si nunca me hubieran operado. Los doctores aquí no saben qué tengo adentro ni qué fue lo que me hicieron. Yo a veces me pregunto si es que estoy muerto y no me he dado cuenta todavía.
En Cuba me han hecho puro mantenimiento y raspado. Me toman cultivos periódicos para saber cómo están los intestinos. Estoy la etapa preoperatoria. Ya tengo un año y medio aquí; en este momento (mayo 2012) estoy alojado en el hotel El Viejo y El Mar. Mi esposa, que es cubana, me acompaña. Me meto mucho en el mar porque me dicen que el agua de playa es muy buena para limpiar mis heridas. He pasado tanto tiempo aquí que creo que un día de estos deberían darme la nacionalidad cubana.
En este tiempo me ha atendido una doctora muy buena, que no sólo me atiende médicamente sino que me levanta el ánimo, me alienta sicológicamente. Cuando uno va a hablar con ella (me pasa a mí y a otros pacientes que me han dicho lo mismo) pone una seguridad tan grande en sus palabras que uno sale de ahí con ganas de cambiar su vida. Hay varios del equipo médico destacado en el hotel que siempre le dicen a uno que sí se puede, que uno puede, que no desmaye. Allá en Venezuela me quisieron meter miedo con el cuento de que en Cuba no hay profesionales sino que tratan de curarlo a uno con brujería, pero lo que he visto aquí es gente muy profesional y con un gran carisma.
¿Qué voy a hacer ahora? Conquistar el mundo. No tengo problemas que me impidan seguir viviendo. Si así como estoy siempre se come en la casa, cuando esté completamente curado se debe comer mejor. Antes de venirme a Cuba estuve viviendo de hacerles paseos en lancha a los turistas, de venderles pescado. Yo tengo una lancha con capacidad para 12 personas; ahí hago pesca artesanal, paseo a los turistas, a la familia. Quisiera montar un servicio turístico para venezolanos, para enseñarle a la gente el valor de la fauna, la pesca que vale la pena. A veces el pescado más insignificante es más sabroso que el que se vende más caro; la pesca artesanal puede enseñarle a la gente cosas que no sabe sobre ese tema. Estoy pensando en eso, en montar una escuela de pesca y de buceo.
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