3/12/12

René Molina Acevedo

31 de diciembre de 1992
-No chico, qué va… yo me voy a pasar la navidad con mis “amigos”…
Pues sí, ya hace 20 años de esos y no sé qué pasó con esos amigos, quizá se desintegraron o el tiempo se los tragó…
Yo tenía 19 años y trabajaba en una juguetería en El Marqués. Era la una de la mañana en el barrio Nazareno de Propatria, después de haber dado el feliz año en casa de la familia de mi amigo Javier. Era una familia de músicos y todo estuvo excelente, hasta que se fue la luz. Sin música y medio ebrios nos fuimos a la calle a seguir pasando la noche; la chica que estaba conmigo se había ido a dormir y me quedé con una pareja de amigos, pero de “lamparita”: él con su pareja y yo solo.
Mi amigo le dijo a una chica que pasaba por allí que me llevara con ella para que los dejara tranquilos. Camino a la bodega, mientras buscábamos un refresco para acompañar la botella que ella tenía, nos empatamos. Y bueno, a seguir disfrutando la noche. De besos y tragos en esquinas terminamos sentados en el escalón 100, creo, de las miles que tenía ese barrio. Hacía frío y una oscuridad iluminada sólo por la luna, los susurros y destellos de algunos cohetones. De pronto la chica que estaba conmigo se puso nerviosa al ver a un muchacho que pasaba por allí, con el cual ella había tenido diferencias. Una tontería; el muchacho le había dado a aguardar un chaleco antibalas y el hermano de ella lo tomo y el muchacho ese estaba molesto por eso. Eso fue lo que ella me dijo mientras nos íbamos de allí.
Nos fuimos a una miniteca muy conocida en esos momentos, “La Winner”, buscando dónde terminar de pasar la noche; ya había llegado la luz. Estando allí un conocido se me acercó y me dijo que mis hermanos habían llegado de Guarenas hacía un momento y que seguramente estarían en la casa de una de mis cuñadas. Propuse que fuéramos para allá a terminar la botella y amanecer. La muchacha ella no quería ir porque una amiga le pidió que no la fuera a dejar sola, pero insistí y me la llevé.
En casa de mi cuñada toqué varias veces la puerta pero nadie abría. Enfrente, a pocos metros, había varias personas paradas frente a una casa donde había música y bullicio. Uno de mis hermanos estaba parado afuera y decidí ir hasta allá. Faltando pocos metros para llegar a la fiesta escuché muchas detonaciones; me di cuenta de que eran disparos cuando pasaban por encima de mi cabeza cortando el aire.
Mi reacción fue halar a la muchacha para que corriera frente de mí bajando las escaleras; al fondo vi varios niños jugando y hasta una mujer embarazada. Había bajado como cinco escalones cuando sentí que algo me golpeaba la espalda. Poco después estaba en el piso boca arriba; hubo un silencio y traté de levantarme para seguir corriendo y con mucho esfuerzo apenas pude medio sentarme, ya que mis piernas parecían de goma y se iban para todos lados menos para donde yo quería.
Mi hermano, que es policía, detuvo un carro que pasaba por allí para pedirle auxilio; dio la casualidad de que en ese carro iban unos malandros que se lo habían robado para rosquerarlo el 31 de diciembre, y los mismos malandros me llevaron al hospital. Después del hospital me trasladaron en una ambulancia esperolada con un chofer enratonado a una clínica de San Bernadino. En esa clínica recuerdo que había un muchacho con varios disparos que le dio un taxista. Al muchacho no lo atendieron porque no tenía tarjeta de crédito, lo mandaron a un hospital y se murió en el camino.
Siempre recuerdo esa frase de la película de Matrix cuando el tipo dijo: “Bendita ignorancia”. Pues sí me hubiese gustado ser un poco más ignorante y no darme cuenta en ese mismo momento de lo que me estaba pasando. Recordé hasta las clases de biología sobre las sinapsis entre las células y todo eso, ya sabía lo que me venía por delante, y con eso no me refiero al ruleteo que me dieron en las ambulancias de hospital en hospital, ni los rostros de los médicos, que en ese momentos no sabía cómo llamarlos, pero ahora les diría poker face, como lo escucho en los chamos ahora. Decían, ni más ni menos: “Este chamo quedó jodido”. Eso lo sabía. Lo que quería era que me dieran una solución. Una bala me había lesionado la columna. Me dañó desde la quinta a la séptima vértebra dorsal. La bala se alojó a milímetros de la aorta; si la hubiese tocado hubiera muerto desangrado en cinco minutos. A partir de entonces tuve que andar en silla de ruedas.
Así rodé con mis hermanas hasta que llegamos a una clínica. Con esfuerzo ellas encontraron el dinero para pagar la operación, que al final sólo iba beneficiar al médico que me operó porque de verdad no sentí que me hicieran nada. Ahí comenzó una pelea contra la desidia que duró al menos 10 años. En ese tiempo la pasé usando sondas fijas que yo mismo aprendí a cambiarme; tuve conatos de escaras, cálculos en la vesícula. Ningún médico en esos 10 años me dijo que yo tenía que retirarme esa sonda, hasta que mi vejiga no resistió más.
Los inmensos cálculos que tenía ya estaban casi del tamaño de pelotas de ping pong. Entre mi miedo y el de mi mamá, la orina y la sangre que botaba, llegué el 8 de abril de 2002 al Hospital Domingo Luciani de El Llanito, a ver si por fin me daban una cama para operarme. Así estaba de mal que apenas llegué me mandaron al quirófano para sacarme los cálculos.
Ya operado y balbuceando escucho cuando los enfermeros me quitaban las vías porque supuestamente, apenas operado, ya me iba a mi casa. No entendía qué pasaba porque supuestamente mi mama y mi hermana me estaban esperando en la habitación. Como pude le di el teléfono de mi cuñado que vivía cerca a una persona para que le dijera que me fuera a buscar. Él llegó y consiguió a mi mamá en la habitación esperándome. Como cosa rara, fue un error de los camilleros o no sé de quién.
Esa noche no me pusieron tratamiento porque las enfermeras que estaban de turno no me pudieron colocar las vías: ninguna sabía cómo hacerlo. Por descuido o negligencia médica agarré una infección y se me fueron los puntos. Me quedaron dos heridas impresionantes, dos huecos en el abdomen. Me pasaron a una habitación solo y como si fuera poco se le ha ocurrido a los escuálidos el 11 de abril de 2002 dar un golpe de Estado y lanzarse a Miraflores, provocando esa desgracia y los daños colaterales que nadie reportó. Mi madre lloraba porque habíamos perdido la oportunidad de viajar a Cuba después de haber hecho tantas diligencias para lograr ese viaje que ya me habían aprobado, nuestras esperanzas se habían ido.
La noche del 12 mamá estaba quedándose en casa de mi cuñado, ella decepcionada de lo que estaba pasando, asustada por lo que pudiera pasarle al presidente y pensando que ya el viaje a Cuba se había perdido. Yo estaba en el hospital acompañado por una sobrina y con mi barriga abierta de par en par. En la mañana nos despierta una enfermera que venía a pasarme el tratamiento y mientras lo coloca dice: “Vamos ganando”. Yo no entendía por qué dijo eso. Le pedí a mi sobrina que encendiera el televisor, cuando veo que la señal del canal 8 (Venezolana de Televisión) estaba encendida. Allí estaba el presidente del canal, Jesús Romero Anselmi (que años después conocí en Cuba, cuando él fue también paciente del convenio) diciendo que el Presidente regresaba, y bueno, la felicidad nos volvió al cuerpo.
Días después estando en casa y con la barriga aún abierta nos llamaron para viajar a Cuba. Sin pensarlo dos veces me puse par de gasas en la barriga y sin decirle a nadie del Convenio me fui con mi barriga abierta a Cuba. Estando allá llegué a un sitio bellísimo con colinas de gramas y el sueño de cualquier persona con discapacidad: no había escaleras por ningún lado. Había baños adaptados, servicio de lavandería, restaurante, gimnasio.
Diariamente me aplicaban en los huecos de la barriga un láser maravilloso, con eso me cerraron las heridas. Eso eliminó los huecos que me había dejado la mala praxis de la medicina del pobre. No lo voy a negar: el estar allá tan mimado me subió un poco el ego, unos le decían autoestima. Así pase 5 meses hasta que llegó el día de mi operación. Me mandaron al hospital Hermanos Ameijeiras.
Allí me realizaron una operación, llamada “apendicovesicostomía”. Por primera vez después de diez años me vi sin una sonda metida en mi pene, sin hablar de la peste a orine y las incomodidades. Mi reposo y cuidado fueron de tres meses. Mi médico durante ese tiempo iba diariamente a ver cómo estaba y el día que le tocaba operar iba en la noche. Recuerdo que un día después de la operación me revisó con sus manos el pene, olió y chequeó todo. Luego me pidió disculpas y permiso para ponerse unos guantes para hacerme la cura, de tal manera que no me fuera yo a sentir ofendido o fuera a pensar que el médico sentía algún asco por mí. ¿Cómo no se me iba a subir el ego si me trataron como a un rey? Y para cerrar con broche de oro el médico me dijo: “Me tomé el abuso de quitarte esas cicatrices tan feas que traías de la operación anterior”. Dios mío, ¿dónde carajo estaba yo? ¿Será que me había muerto el día del golpe de Estado y no me había dado cuenta? Porque no era posible que un médico me tratara de esa manera.
Y bueno, así fue mi primer viaje a Cuba. He ido cinco veces más y en cada viaje hay un recuerdo especial. Ahora (junio 2012) estoy trabajando en la alcaldía de Guarenas como diseñador gráfico y llevando una vida tranquila gracias a este señor que un día le dio por lanzarse a Presidente sin saber lo que cambiaria en la vida de los venezolanos.

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