3/12/12

Presentación. La ternura y la fortaleza


Este libro contiene historias de personas que sobrevivieron o que mejoraron sus condiciones de vida cuando casi todo indicaba que su existencia iba a estar llena de derrotas y precariedad. Ya veremos gracias a qué circunstancias alcanzaron esa condición de sobrevivientes.

Aquí hablan personas que, en su mayoría, fueron emboscadas por dolencias o dinámicas propias del capitalismo industrial. La violencia criminal es una enfermedad capitalista, tanto como lo son muchas enfermedades degenerativas, lesiones prenatales y más de una congénita. Por encima o al lado de todas estas merodea la más insólita y cruel de esas enfermedades: la que señala que usted sólo tiene derecho a una vida con dignidad si tiene dinero. Todos los pacientes y familiares cuyos testimonios se registran aquí debieron pasar por la rabia y la impotencia de recibir, en momentos cruciales, la siguiente declaración o propuesta denigrante: “Si usted me paga yo lo curo”. La continuación de esa declaración usted la está oyendo claramente en sus adentros, y yo quiero expresarla con estas palabras y no con otras: “Y si no tiene dinero, pues púdrase y jódase con su enfermedad”. El gigantesco daño espiritual que ha convertido en legal, normal y entendible esa conducta ha matado o inutilizado a más personas que cualquier guerra o catástrofe.

En capitalismo la salud no es un derecho sino una mercancía, y quienes le ponen precio son un puñado de gangsters egresados de estructuras burguesas, rémora de la época colonial, como lo son las escuelas de Medicina de nuestras universidades tradicionales. La estructura que produce seres avaros, para quienes la riqueza personal es la más alta definición de “éxito”, siempre obstaculizará la creación de un sistema de salud al servicio de la humanidad. De allí que haya tenido sentido y pertinencia la decisión de los gobiernos de Cuba y Venezuela de firmar un convenio de cooperación, para que los enfermos venezolanos vayan a tratarse las dolencias más complicadas y letales en un país que ha derrotado el sentido mercantilista del ejercicio de la Medicina, y que ha levantado como bandera el criterio de solidaridad.

La formación de compatriotas en Medicina Integral Comunitaria es el paso complementario para ir sustituyendo el perverso sistema de salud actual por uno donde la gente importe más que el dinero. Este es y será un proceso lento pero necesario; un trabajo de la actual generación de venezolanos (y cubanos) y probablemente de la que sigue. Mientras esta construcción avanza, hasta el momento del levantamiento de entrevistas e información para este libro (mayo-julio de 2012) 52 mil venezolanos habían sido tratados, operados o recuperados en los centros de salud de la República de Cuba.

¿Hay recursos monetarios involucrados en este Convenio? Los hay: los Estados participantes invierten en los ciudadanos (sujetos y razón de ser de este convenio) energía, talento y recursos monetarios. Pero de esa transacción no resultan ciudadanos estafados ni enriquecidos. Nadie se hizo millonario y nadie perdió la casa por el acto de operarse o someterse a tratamiento, cosas que sí suceden cuando uno acepta entrar en el juego de la medicina-mercancía. La inversión social que se realiza aquí, sea del tamaño que fuere, se justifica en el hecho de que ni todo el petróleo de la tierra puede pagar ni una sola de las vidas salvadas en estos doce años de interrelaciones.

En La Habana me topé con el hecho curioso y bastante repulsivo (y aislado, hay que decirlo) de que en semejante paraíso de la vida y la salud (pacientes pobres alojados en hoteles de cinco estrellas, con piscina, atención médica y aseo cotidiano; tres y a veces cuatro comidas diarias) hubiera quien gritara su antichavismo y su molestia porque faltaba alguna comodidad extra. Lo cual me colocó sobre un dato, al menos: el discurso que habla de inclusión y pluralidad no es un discurso, es un hecho verificable y a prueba de necedades y otras toxinas.

Apartando estos episodios, la sensación general que queda es la comprobación de la tremenda estatura moral de un pueblo y su resistencia física y sicológica ante la adversidad.

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Las entrevistas o conversaciones que dieron origen a estos relatos testimoniales revelaron algunos puntos en común, ideas que se repitieron a lo largo de las conversaciones, a saber:

1. Las leyendas anticubanas. A muchos de los pacientes les advirtieron, cuando decidieron ir a curarse en Cuba, que en este país había un control estricto de los horarios y zonas para desplazarse, persecuciones y castigos de todo tipo a quienes se salieran del carril de los toques de queda y horarios para ir a realizar trabajos forzados; les hablaron además del presunto carácter “pirata” o antiprofesional del ejercicio de la medicina en la isla.

2. La insolencia del negocio de la medicina privada, que, en presencia de un paciente temeroso de perder la vida o las condiciones mínimas de la vida en dignidad, no tiene reparos en proponerle la extorsión del momento: tu vida o tu salud están en mis manos, y cuestan tanto dinero. Alguno de ellos, que había acumulado con esfuerzo unos ahorros, debió entregarlo todo antes de descubrir con horror que no estaba siendo curado sino robado.

3. La presencia salvadora de la familia y los amigos. Casi todos estos pacientes decidieron no entregarse y seguir luchando sólo porque había hijos o seres a quienes no se podía defraudar o dejar abandonados. La movilización y la solidaridad de la gente cercana en momentos cruciales tienen aquí una presencia importante. Pero nada, ninguno de esos factores, iguala en potencia y enormidad a la figura de las madres.

Dato curioso, a propósito de este último punto: aunque los testimonios recabados acá pertenecen en su mayoría a varones, la figura predominante y protagónica del conjunto de historias es la de la mujer. La voz que recorre este libro tiene un componente femenino inocultable, y es probablemente por ello que, a pesar de los registros que alcanzan aquí el dolor y la violencia, el dato final que se impone sea el de ese tipo de ternura que es inseparable de la fortaleza: esa alquimia que sólo es capaz de ejecutar el ser humano oprimido y en busca de otra sociedad.

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Postdata. Yo soy el compilador de las historias de este libro, pero no soy su autor. Puedo aceptar gustoso la denominación “narrador”, ya que algo de destreza narrativa apliqué para que el discurso oral se convirtiera en materia legible, pero estas historias no me pertenecen vitalmente (fueron otros quienes las vivieron). Tampoco son obra de mi ingenio o mi imaginación: son transcripciones y recreaciones de conversaciones y entrevistas con pacientes y familiares de pacientes.

En la segunda parte de este volumen, titulada “De su puño y letra”, sí encontrarán ustedes autores genuinos: son cinco compatriotas a quienes les solicité la entrevista de rigor y ellos prefirieron escribir SU testimonio. Esos testimonios sí son suyos: ellos los vivieron, los padecieron y los decantaron antes de convertirlos en letra escrita. Así que corregí sus textos respetando su orden, sus giros y estructura narrativa, y al final les agregué datos que les consulté a cada uno de ellos para que no quedaran baches impertinentes en los textos. Mi reconocimiento a esos autores: Jesyng Martínez, René Molina Acevedo, José Gregorio González, Rosa Lunar, Carolina Ochoa.

JRD, agosto 2012

Agradecimiento y reconocimientos


Al Coordinador y al personal del Convenio de Salud Cuba-Venezuela: Jhonny Ramos, Moravia Beltrán, Yosmar Cedeño.
A los doctores Pedro Llerena (Coordinador del Convenio en la República de Cuba), Marelén Carrazana, Mario Squires y Orlando Valdés, del equipo médico del hotel El Viejo y El Mar; las “seños” Isumi y Lili; Berta, René y Jaqueline, personal del Convenio que me facilitó la logística en La Habana.
A Noemí Galbán y Raimundo Urrechaga, corresponsales de La Radio del Sur y Radio Nacional de Venezuela en Cuba, respectivamente.
A los pacientes Wilmer Rondón, Ismael, Edmundo y Richard José Pérez, quienes se convirtieron en antenas y receptores honorarios de historias y casos dignos de ser registrados en estas páginas.
Antes de este libro han sido publicados otros que también recogen testimonios de pacientes beneficiados del Convenio: El Alba de la esperanza (Ingrid Carvajal Arroyo); Dios, Chávez y Fidel (Elson Concepción Pérez y María Elena Ruiz Dávalos). Otros dos compilan historias de la Misión Milagro: Voces del milagro y Niños del milagro (ambos escritos por Katiuska Blanco, Alina Pereira y Alberto Núñez). Y uno más recoge andanzas de los médicos cubanos en Barrio Adentro: Salvavidas (María Querales, Madeleydi Luna, Scarlet Pérez, Dayana Valladares, Charilín Romero, Endry Alvarado y Félix Torrealba).

José Daniel Torrealba: “Como el titán de Los Llanos”

Miguel (izq) y José Daniel Torrealba

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Mi nombre es José Daniel Torrealba; mis amigos y mi familia me llaman Papelón. En este momento (mayo de 2012) tengo 26 años y me dedico profesionalmente a la cocina. Pero cuando tenía 18 mis planes eran otros.
En marzo 2004 yo era estudiante de Agronomía en la Universidad Centrooccidental Lisandro Alvarado (UCLA). Era jugador de beisbol y dirigente estudiantil de esa escuela, que siempre ha tenido fama de ser la más guerrera de Barquisimeto. Allí integramos un equipo de trabajo político que hacía años no se veían en la universidad. Teníamos presencia política en todo centro-occidente y nos movíamos con frecuencia a Guanarito (Portuguesa), donde apoyábamos las luchas campesinas con logística, presencia y activismo. Entre las actividades en que participé estaban las movilizaciones a Acarigua para protestar por el asesinato del dirigente campesino Juan Durán, a manos de sicarios contratados por terratenientes. Una vez, realizamos una toma del comedor de la universidad, porque la planta estudiantil de la UCLA son 900 estudiantes y el comedor sólo repartía 100 comidas; el resto no comía. Logramos que abrieran el comedor para todos.
Pero la lucha más importante que estábamos llevando era contra el tipo de formación académica que estábamos recibiendo en la escuela. Pensábamos que no era el tipo de formación anticapitalista necesaria en estos tiempos. Éramos muy críticos en ese sentido: Organizábamos ponencias, foros, actividades sobre agroecología. Las críticas que nos hacían eran: “Estos siempre hablan en las clases, por qué no ven sus materias tranquilos”. Nosotros estábamos pendientes del otro enfoque, el que se opone a la agricultura convencional. Así que en febrero de 2005 realizamos una toma del rectorado la UCLA; exigíamos revisar el pensum de Agronomía. Era una acción que tenía que ver con el contenido académico, no pedíamos otro tipo de reivindicaciones.
Estaba metido de lleno en esas luchas cuando sobrevino mi enfermedad. La que me cambió la vida.

Tuviste suerte: no había agua

La última semana de julio de 2005 estaba en Maracaibo participando en unos juegos de beisbol con el equipo de la universidad, en un torneo que duró una semana. Yo estaba jugando y rindiendo normalmente, pero empecé a notar que sangraba por las encías y que me aparecieron unas manchitas rojas en las piernas (luego me enteré de que se llamaban “petequias”). No me dolía nada, no sentía ninguna molestia. Muchacho al fin, me acostumbré a disimular la sangre mascando chimó; pensaba, haciéndome bromas a mí mismo, que el cocuy y el chimó lo curaban todo: “Debe ser una pendejada, a mí no me está pasando nada malo”.
Después del torneo aproveché que estaba de vacaciones y me fui a ver a mi familia en Acarigua. Era el cumpleaños de mi abuela y había una fiesta en la casa. Participé en la fiesta con toda normalidad, pero le conté a mi mamá lo del sangrado de las encías, y decidimos que fuera al odontólogo al día siguiente. Cuando fui al consultorio no había agua y no pude arreglarme los dientes. Esto fue un golpe de suerte, según supimos después. Me hicieron entonces un examen de sangre y al otro día fui a un módulo de Barrio Adentro, donde trabajaba una prima (Anabelis Torrealba) que es bioanalista. Al ver los resultados del examen preguntó alarmada a quién pertenecían. “Son de Papelón”, le dijo mi mamá.
La alarma era esta: las plaquetas estaban en 6 mil; los valores normales son de 150 mil a 450 mil. Las plaquetas son un coagulante natural; si aquella vez se hubieran puesto a arreglarme los dientes hubiera sido una tragedia, porque no hubieran podido detener la hemorragia.
Me llevaron al hospital de Acarigua. Cuando los médicos vieron el resultado me dejaron hospitalizado enseguida, me pusieron un tapaboca; yo les decía que me sentía bien, y ellos me respondían: “Sí, pero no estás bien”.
Al día siguiente les dijeron a mis padres que los síntomas eran parecidos a la leucemia. En hospital estuve 5 días. Me mantenían a punta de antibióticos y vitaminas, y me sometieron a aislamiento. Usaba un tapaboca, me prohibieron estar en sitios donde hubiera mucha gente y tener contacto físico con otras personas.
Me realizaron una biopsia de médula ósea. Para esto me metieron una aguja rígida gigante por el hueso de la cadera. Fue el dolor más arrecho que había sentido en mi vida hasta ese día. Le ponen a uno anestesia, lo agarran a uno como un perro y le meten esa aguja. Me pusieron anestesia local pero igualito lo sentí todo. Y fue como en público: mi papá y mi mamá estaban ahí. Cuando pegué el grito de dolor se asustaron. Ese mismo día decidieron llevarme a Caracas para que me atendieran en el Hospital Militar.
La salida del hospital pareció una escena de película. Uno de mis hermanos, ante la gravedad de mi estado, movió unos contactos para que me trasladaran en una avioneta hasta Caracas, y el mismo día que me iban a llevar me avisaron que tenía que estar en el aeropuerto a las 2 de la tarde. Formalmente teníamos que esperar que me dieran de alta y que expidieran una orden para poder salir, pero se nos hacía tarde y tuvieron que sacarme de allí sin esperar esa orden. Afuera me esperaban en un carro; mi familia cargó con todas mis cosas y a mí me llevaban en una silla de ruedas. Yo en ese momento todavía podía caminar, pero igual iba en silla de ruedas. Antes de llegar al carro me paré, caminé y entré al carro. La gente nos miraba extrañada; pensarían que alguien se estaba robando un paciente.

El titán de Los Llanos

En el aeropuerto estaba mi familia esperando para despedirme. Todos me preguntaban cómo me sentía, y yo respondía que muy bien, y era verdad: yo no sentía ningún malestar, me sentía y me veía muy bien. “¿Cómo te sientes?”, me preguntaban. “Como el titán de los llanos”, les respondía.
Mucho tiempo después me enteré de por qué todo ese revuelo entre mi gente. Todo el tiempo a mí me dijeron que sospechaban de un problema con la médula, pero lo que llevó a mis padres a sacarme del hospital era que los médicos, sin ver los resultados de la biopsia, insistían en que mi enfermedad era cáncer, y eso angustiaba a mi familia. Yo mientras estuve en el hospital no me enteré de eso, ellos fueron los que sufrieron por esa mala noticia.
Mi hermano mayor era uno de los que estaban ahí conmigo antes de subir al avión. Los enfermeros que fueron a buscarme preguntaron quién era el enfermo y señalaron a mi hermano: “¿Es usted?”, y todo el mundo soltó la carcajada porque mi hermano es un carajo flaquito y pequeño, y yo, que era el enfermo, tenía mi condición atlética de siempre.
En el Hospital Militar de Caracas permanecí un mes; eso duró el proceso de diagnóstico que iba a determinar qué tenía realmente. A medida que pasaba el tiempo el deterioro iba avanzando y entonces un día sí empecé a sentirme mal. La hemoglobina seguía bajando y yo pasaba mucho tiempo durmiendo.
En Barquisimeto mis compañeros se organizaron y se trasladaron en autobús para donar sangre, ya que mi papá les dijo que necesitaba donantes; vinieron 40 personas a darme ese apoyo. Me visitaron en el hospital, y creo que sentir el cariño, el aprecio y la solidaridad de los compas me ayudaron en mi recuperación más que todas las bolsas de sangre que fueron a donarme.

El método chino

Cuando llegaron los resultados de la biopsia que me hicieron en el hospital de Acarigua el equipo de hematólogos del Hospital Militar no los consideraron confiables, y decidieron hacerme nuevamente el examen. Les pregunté que si se trataba del mismo estudio, el de la aguja gigante, y me dijeron que sí.
El médico a quien le correspondió hacerme el estudio esa vez era chino. El hombre intentó darme ánimo: “Todo tiene cura, pero por supuesto hay que saber primero qué es lo que tienes. Yo sé que aquel examen te dolió, pero yo tengo un método que no duele. Compañero: yo soy chino”. Pensé: “Ay sí, gran vaina, eres chino”. No me tranquilizó para nada, pero bueno, ya estaba ahí y tenía que someterme a lo que fuera.
Me puse en posición, acostado de lado y estirando el cuello, como me habían indicado en Acarigua. Cuando el médico me tocó yo me sobresalté, tenso como estaba por el recuerdo de aquel dolor. “Tranquilo, esto no te va a doler”, insistió el doctor. La aguja entró y dolió como la otra vez. De nuevo tuve que soportar ese dolor espantoso.
Al sacar la aguja el médico se dio cuenta de que la muestra había quedado adentro; entonces me dijo: “Tengo que punzar de nuevo. Ahora sí te va a doler”. El dolor que había sentido en el hospital de Acarigua quedó así destronado. Esa era, ahora sí, la experiencia más dolorosa que había tenido en toda mi vida.
En Barquisimeto, cuando hacíamos protestas, había un acuerdo o norma entre los manifestantes y era que, costara lo que costara, había que evitar que nos agarrara la policía. La expresión era: “No podemos dejar que nos agarre el gancho”. Dejarse “agarrar por el gancho” era quedar sometido a la brutalidad de los cuerpos policiales. “Te agarró el gancho” significaba: prepárate, porque te jodiste. Ese día pensé que ya podía dejarme agarrar por el gancho e iba a poder soportarlo todo; esta experiencia me hacía sentir preparado para lo que fuera. Con los días me acostumbré a jugar con esa forma de asociar la preparación que te daba la militancia y la forma de aguantar los momentos difíciles de la enfermedad.
Días después nos dieron el resultado de la biopsia. No era cáncer sino aplasia medular. Nos explicaron que es una enfermedad degenerativa de la médula ósea. Las petequias y el sangramiento se debían a que la médula ósea no estaba funcionando y me estaba desangrando por dentro. Al igual que con la leucemia, la solución a esa dolencia es un transplante de médula. La diferencia entre las dos enfermedades es que la leucemia te esparce células malignas por todo el cuerpo; la aplasia medular no, pero la médula deja de funcionar y eso te destruye el sistema inmunológico y cualquier gripe o infección mínima te puede matar. Era el 20 de agosto de 2005.
El médico chino nos comunicó ese resultado y propuso una solución: trasladarme a una clínica donde él trabajaba y realizarme el transplante. El precio de esa operación era de 500 mil bolívares. Pero la operación en sí misma no garantizaba nada, ya que el proceso post operatorio incluía un tratamiento de quimioterapia, con un medicamento que costaba 30 mil bolívares cada aplicación, por 20 días. La aplicación tenía que ser constante e ininterrumpida; si por alguna razón se interrumpía ese tratamiento entonces había que comenzar todo de nuevo, y eso podía pasar porque el medicamento no era fácil de conseguir y la clínica no se ocupaba de eso: los familiares tenían que buscarlo. Nos dimos cuenta de que para los médicos yo había dejado de ser un paciente: ahora yo era plata. Mi salud ya no importaba, lo importante era que mi enfermedad le iba a proporcionar un dinero a unos señores que comercian con la salud. Decidimos entonces acudir al Convenio de Salud Cuba-Venezuela.

El donante

Un médico cubano nos explicó cómo sería el proceso si decidíamos ponernos en manos del Convenio. Llegaría a la isla en un vuelo expreso que no iba a costarle nada a mi familia, me recluirían en un lugar con otros pacientes, me trasladarían al hospital donde iban a operarme; luego me harían el transplante, me llevarían luego a una unidad de transplantados para realizar y vigilar allí el proceso de quimioterapia y recuperación, y al estar curado me vendría a Venezuela. Durante toda mi permanencia allí tendría alojamiento y tres comidas diarias para mí y mis acompañantes. Fue inevitable preguntar cuánto iba a costarnos eso, y la respuesta fue: “Ni un centavo”.
Mis padres hablaron con el médico del Hospital Militar sobre la decisión de irnos a Cuba, donde nos daban todas las garantías, y el médico respondió: “Nosotros estamos más avanzados que ellos. En Cuba los van a tratar mal, y además no tienen el conocimiento ni la tecnología que tenemos aquí”.
Salí el 8 de septiembre de 2005 del Hospital Militar. Mi familia tuvo que alquilar un aparto hotel para instalarnos en Caracas. Nuevamente se activó la solidaridad de nuestros amigos, que nos costearon la permanencia en la capital, donde no teníamos más familiares. Estuve varias semanas bajo tratamiento y tuve que hacerme exámenes semanales mientras se ubicaba un donante de médula, que debía ser uno de mis hermanos.
El único sitio donde se hacía esa prueba era el Instituto Inmunológico de la Universidad Central de Venezuela, que estuvo cerrado durante todo el mes de agosto por ser el mes de vacaciones y por eso no se determinó antes quién podía ser el donante y no pudimos viajar a Cuba más rápido.
Hacerles la prueba de compatibilidad a todos mis hermanos iba a costarnos una cantidad de dinero que no teníamos, también tendríamos que conseguirla. Mi mamá se levantó un día diciendo que había tenido un sueño, y le dijo a mi hermano Miguel, el menor (que en ese entonces tenía 15 años): “Tú vas a ser el donante. Hazte la prueba tú primero”. El primer día de trabajo del Instituto acudimos muy temprano a hacerle el examen a Miguel; a los pocos días nos dieron los resultados, y en efecto, era compatible. Fue un momento de alivio y de optimismo, pero igual pensé en las posibilidades de que no regresara, y ese día, (29 de septiembre; lo recuerdo porque es el día de la fundación de Acarigua) salimos Miguel, mi mamá y yo junto con otros 200 pacientes rumbo a La Habana. Decidí comenzar a escribir un diario para entretenerme, y para registrar aunque fuera los días de mi encierro.
Ya tenía un diagnóstico, un donante y la decisión de confiar en la medicina cubana.

“Hasta la victoria, siempre”

Una vez allá me trasladaron al Centro Internacional de Salud La Pradera. Allí estuvimos por una semana. Luego nos trasladaron al Centro de Investigaciones Médicas y Quirúrgicas (CIMEQ), una especie de urbanización con casas o cabañas donde se alojan los pacientes, y donde en efecto teníamos todas las atenciones, desde las médicas hasta las más cotidianas (comidas, etcétera).
Los hematólogos nos explicaron en qué consistía la operación de transplante, pero ofrecieron otra opción: dijeron que si al cabo de unos exámenes se determinaba que la enfermedad era reversible mediante un tratamiento menos invasivo que el transplante, lo harían. Un tratamiento podía durar más, pero las posibilidades de éxito eran mayores. Yo me molesté, en mi desesperación, y les dije que si el transplante me daba garantías de vida entonces por qué esperar más.
Mucho después mi mamá y mi hermano me revelaron que los médicos sólo estaban tratando de buscar hasta la última alternativa: sucede que las probabilidades de éxito en transplante de médula ósea, en mi caso particular, se reducía a 40 por ciento, porque ya llevaba dos transfusiones y esto afectaba mis condiciones generales. El tratamiento, en cambio, sería un proceso largo que podía continuar en Venezuela, con visitas regulares a Cuba. La familia tenía que tomar la decisión.
La familia deliberó y al final se decidió por el transplante. No prolongar más la espera y tomar el camino corto.
En esos días Miguel y yo nos pusimos a revisar un escrito llamado “Hasta la victoria siempre”, del Che Guevara. Era un programa corto y sencillo, de diez puntos, para estimular la moral de los combatientes revolucionarios. En esa lectura, que reforzaba las que ya habíamos hecho en Venezuela, uno se da cuenta de un dato: que lo que han hecho los cubanos es una demostración de lo que puede hacer la voluntad de los seres humanos. Esa Revolución la dirigieron unos tipos que tenían 30 años y se lanzaron a hacer una patria a esa edad. Tomar el poder, enfrentar un imperio, construir un país desde cero, hacer un poco de cosas nuevas, eso se logró porque esa gente tenía voluntad y sabía que podía lograr lo que lograron.
Yo me tomé para mí esos mensajes y me ayudó mucho acercarme a esa moral tan alta, leerla con mi hermano.

Clínica del Dolor

Desde el momento en que tomamos esa decisión transcurrieron tres semanas. En medio de tanto ocio y tanta espera me iba con mi hermano a recorrer las zonas del hospital. Había un área por donde caminábamos que se llamaba “Clínica del Dolor”. Montamos un chalequeo con eso: hacíamos chistes con el cuento de que la gente iba ahí para que la hicieran sufrir y le mirábamos la cara a los pacientes: “Qué bolas, les va a doler que jode”.
Durante todo ese tiempo la compañía de mi hermano y mi mamá me habían ayudado a mantener alto el ánimo. En la televisión pasaban los juegos de Grandes Ligas, estábamos pendientes de los partidos de los Medias Blancas de Chicago porque Oswaldo Guillén era el mánager y tenía una buena temporada. Así que todo el tiempo estuve relajado, pasándola bien. Me sentía de buen humor pero en algún momento empecé a sentirme débil, ya no tenía las mismas fuerzas; escasamente podía caminar. Entonces comencé a preguntar por qué la tardanza, a qué se debía la espera.
El doctor Wilford De León, jefe de Hematología, me dijo que debía esperar todo lo necesario antes de ingresarlo en la Sala de Transplante. Me habló de todo el proceso de planificación, todas las previsiones que debían tomarse. “Por muy sencilla que sea una operación uno tiene que prepararse siempre para lo imprevisto, para lo peor”, me dijo. La forma en que hablaba de los preparativos, de crear las mejores condiciones para los pacientes y para los médicos que iban a hacer su trabajo, me hizo recordar a los mercaderes de la salud que tenemos en Venezuela: aquí me decían que si no conseguíamos el medicamento había que volver a empezar, y me imagino que a muchos les ha pasado que invierten millones que no era necesario gastar y a los cinco años se mueren como unos pendejos. Ya uno deja de ser un paciente y se convierte en un cliente. Los cubanos me dejaron la impresión de que hacen lo que hacen, y como lo hacen, porque les gusta su trabajo y lo consideran un servicio a los seres humanos, no un negocio.
Cuando ya tuvieron todo listo me llamaron para los preparativos, a mediados de octubre; la fecha fijada para entrar a la Sala de Transplante era el primero de noviembre. Uno de los pasos previos a la intervención fue ponerme un catéter, una especie de guaya o manguera pequeña que le meten a uno por la yugular y va directo a la médula ósea. Por allí introducen los medicamentos de la quimioterapia. Nos advirtieron que ese era uno de los procedimientos más riesgosos de la operación, más que la operación misma, ya que mis defensas estaban muy mermadas y cualquier herida o infección podía complicarse mortalmente. Así que en la mañana me hicieron una transfusión de plaquetas para ayudar a la cicatrización. En la tarde me llevaron a colocarme el catéter. Me trasladaron en silla de ruedas por los pasillos, hasta un lugar por el que ya había pasado antes: la Clínica del Dolor.
Crucé una mirada con Miguelito. En esa mirada Miguelito me decía: “Te agarró el gancho”.
Y me agarró el gancho: una vez más quedó desplazado al segundo lugar el dolor más fuerte de mi vida. Ya no sería aquel de la doble punción en el Hospital Militar. Ahora me tocó la prueba de la Clínica del Dolor.
Llegó un médico, me ordenó quitarme la ropa y ponerme una bata. Me colocaron anestesia; pero yo decidí combatir el sueño porque quería ver qué iban a hacerme. En eso estuve unos momentos, tratando de no dormirme, y sentía que lo estaba logrando. Estaba acostado, de lado, con una pierna y el cuello estirados. El médico me sostuvo la cabeza con una mano, y con la otra me hizo un corte con un bisturí; sentí la sangre caliente chorrear, y luego introdujo la guaya. No sé cuántos minutos duró el procedimiento, pero en algún momento sentí que esta vez sí ya no podía más, que era preferible entregarme. Me concentré en una gota de agua que caía de un lavamanos allá al fondo, hasta que me dormí o me desmayé.

Testimonio de Miguel Torrealba:
Todos esos días la pasábamos bien, nos entreteníamos y echábamos broma, todo el tiempo montábamos una jodedera con cualquier cosa. Nunca vimos a mi hermano con pinta o actitud de enfermo. Pero ese día, cuando salió de la Clínica del Dolor, por primera vez lo vimos demacrado, con cara de deprimido, de derrotado; estaba pálido. Venía con un gorro, el tapabocas y un paño, doblado en la silla de ruedas. Fue la primera vez que le vimos aspecto de enfermo (Fin del testimonio de Miguel Torrealba).

El Día Cero

Ingresé a la Sala de Transplante, que es un espacio aislado, acondicionado para que sólo yo pudiera estar allí. Es una habitación esterilizada con ozono y con una temperatura de 8 grados centígrados. Allí comía, me bañaba, hacía mis necesidades, todo sin ningún contacto con el exterior. A mi mamá y a mi hermano podía verlos a través de una ventana de vidrio de 1 centímetro de grosor, pero no podía tener contacto físico con ellos. Las enfermeras entraban dos veces al día y un médico lo hacía todas las mañanas. Mi hermano se asomaba por ese vidrio y me mostraba el programa “Hasta la victoria siempre”. Esas cosas me levantaban el ánimo.
Estuve 32 días allí, los 11 últimos recibiendo quimioterapia; el protocolo consistía en destruir toda la médula ósea y reducir a cero mi sistema inmunológico, así que a medida que se acercaba el Día Cero (ingresé el día -32 y los días se contaban en cuenta regresiva) me iba quedando sin plaquetas, sin glóbulos rojos ni blancos.
En la sala de al lado, separada de la mía por una pared, había un muchacho cubano un poco mayor que yo, y que tenía la misma enfermedad; supe que se llamaba Yurién, pero no recuerdo el apellido. Mi madre y la suya se hicieron muy amigas, porque compartían las horas allá afuera mientras nosotros permanecíamos aislados dentro de las salas. El caso del chamo era distinto, porque era hijo único y entonces no tenía donante; los médicos le extrajeron entonces las pocas células madre que le quedaban para ver si podían reinsertárselas y hacer una especie de autotransplante.

Testimonio de Miguel Torrealba
Mi mamá y yo estábamos alojados en un hotel, lejos del hospital. Todos los días nos parábamos a las 5:30 ó 6 de la mañana, desayunábamos en la habitación y nos íbamos para el hotel para estar con José Daniel hasta la noche; cuando él se dormía regresábamos al hotel. Esa fue nuestra rutina durante esos 32 días. En algún momento yo empecé a salir los fines de semana para conocer La Habana y para comprar alguna cosa que necesitáramos, pero mi mamá estuvo siempre firme ahí sin romper esa rutina. Ahí me di cuenta de la fortaleza del amor de una madre (fin del testimonio de Miguel Torrealba).

A mí me habían advertido que la quimioterapia me iba a hacer vomitar mucho, que no me iba a dar hambre, que iba a rebajar de peso. Me prepararon mentalmente para esa situación. Yo pensaba: “Bueno, con todo el peso que he aumentado por esta comedera que tengo aquí, si rebajo unos cuantos kilos voy a estar bien”. Pero para sorpresa de todo el mundo el hambre no se me quitaba, y las ganas vomitar me daban era cuando no comía. Comí más que nunca, todo lo que me llevaban en la bandeja me lo tragaba. Una vez mi mamá sancochó un kilo de yuca para que comiera con unos bistécs y me dijo que comiera toda la que pudiera y le devolviera el resto. “El resto” no existió nunca, porque me comí completo el kilo de yuca. Las enfermeras y los médicos me decían: “Vaya, tú eres el único paciente que hemos visto comer así mientras le hacen quimioterapia”.
Miguelito también debió ponerse en tratamiento y en preparación para que se le extrajeran las células madre.

Testimonio de Miguel Torrealba:
A partir del día -4 (cuatro días antes del transplante) tenía que ir por cada doce horas al hospital a que me pusieran unas inyecciones que me elevaban todos los valores del sistema inmunológico. Lo que me inyectaban conseguía que las células madre afloraran a la sangre periférica, es decir, la que fluye por las venas. Ya desde la segunda inyección el dolor en las articulaciones y en la cabeza eran inaguantables. No había un momento sin que me doliera todo el cuerpo; me costaba demasiado poder dormir. Al cuarto día, el Día Cero o día del transplante, ya no podía aguantar.
El Día Cero me conectaron a una máquina, que es la que separa las células madre de la sangre. Me colocaron una vía que enviaba la sangre a esa máquina, y otra vía que reintegraba la sangre a mi cuerpo. Fue un proceso de seis horas; estuve allí desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Llenaron unas bolsas con las células madre y eso fue lo que hice como donante (Fin del testimonio de Miguel Torrealba).

La mañana del transplante me inyectaron dos antialérgicos fuertes: benadrilina y dipirona; esto fue como a las cinco de la mañana. Yo sentía cuando me iban inyectando esas sustancias y me entró un sueño profundo; me dormí por más de cuatro horas. La operación de transplante es sencilla: conectaron las bolsas de sangre con células madre a una máquina que a su vez me la pasaba a mí, como una transfusión de sangre normal. El proceso duró hasta la una de la tarde.
Cuando desperté sentí que había dormido mucho y me fui a levantar, pero una enfermera me detuvo: “Ya va, no te pares. ¿Cómo te sientes? ¿Estás despierto?”. Le dije que estaba bien y que sí, estaba despierto. “Dime qué necesitas, para dónde vas”, me preguntó la enfermera, Laura.
“Tengo mucha hambre”, le respondí.

La enfermera nueva

Se supone que al día 20 después de la operación ya la médula debe comenzar a producir lo que tiene que producir. Me hacían exámenes de sangre diariamente, y el equipo de médicos y enfermeras, aparte de los chequeos de rigor, tenían la misión de subirme el ánimo, y lo hacían muy bien, son muy panas los médicos y enfermeras. Al día 11 uno de los médicos trajo noticias alentadoras: “Hay buenas señales de que la médula está funcionando. Vamos a esperar, es muy temprano todavía pero esas señales son buenas”.
El día 14 se me dispararon todos los niveles, casi hasta un nivel normal. Los médicos me felicitaron y me dieron la buena noticia: “Caballero, ya tú estás listo, ya la médula arrancó a trabajar. En 15 días te vas para tu casa”.
Ajustaron la temperatura de la habitación a 15 grados, me fueron suspendiendo poco a poco los antibióticos. El día 15 me hicieron un anuncio un poco raro: “Hoy te vamos a traer una enfermera nueva”. Entró una mujer con la bata y el atuendo de enfermera, que resultó ser mi mamá. Fue una jugada de los médicos para contentarnos todavía más.
Y la otra la habían preparado mi hermano y mi mamá: ellos sabían que mi papá iba a ir a Cuba para visitarme y no me habían dicho nada. Pues el hombre se apareció por allá y pude verlo a través del vidrio. Fue emocionante, el hombre se puso a llorar y yo le decía: “No seas pendejo, yo estoy muy bien aquí, ya no estoy enfermo”. Pero fue demasiado emocionante, yo siempre fui muy pegado con mi papá.
Pasé todo el mes de noviembre en la Sala de Transplante; el 2 de diciembre salí de allí. Al salir vi por primera vez a Yurién, el compañero cubano de al lado, a quien no había visto nunca. Fue la primera y última vez que lo vi, porque el chamo no respondió al procedimiento que le hicieron y murió poco después, lamentablemente.
Fui a alojarme con mi mamá en la casa especial para transplantados, de donde tuvimos que salir en pocos días porque ya yo estaba fuera de peligro y porque estaban llegando otros pacientes de Venezuela; recuerdo un chamito de San Cristóbal a quien tenían que hacerle un transplante, y su familia estaba muy nerviosa. Mi mamá fue a calmarlos, sobre todo a la mamá, les dijo que los médicos eran muy buenos, que yo había salido bien de todo. Así que nos alojaron a mí y a mi mamá en el hotel Copacabana.
En este hotel presencié un espectáculo insólito: una mujer reclamando la calidad de la comida, quejándose y culpando al Gobierno de Chávez. Resulta que antes a los pacientes el Gobierno además de todo lo que le daba también les daba dólares a los pacientes, y la tipa estaba quejándose porque no quería seguir comiendo la comida del hotel sino tener plata para comer en otra parte. Te pagan un hotel 4 estrellas, te dan atención médica, te dan todo, y esa mujer hablaba mal del Gobierno porque quería más.
Miguel regresó a Venezuela el 15 de diciembre. Yo me quedé con mi mamá hasta el 10 de enero de 2006.

La nueva vida

El diez de enero regresé a Venezuela, allá a mi casa de Acarigua. Había fiesta en la casa y mi sorpresa y emoción fueron grandes al ver que los vecinos me habían hecho una gran pancarta que decía: “Bienvenido, Papelón”, me recibieron con aplausos y me llenaron con mucho afecto.
Miguel, mi hermano, ha agarrado una jodedera porque él me salvó la vida. Cada vez que me pide un favor me dice: “Y no te puedes negar: yo te doné la médula, me debes la vida”. Me manda a cocinar y me dice: “¿Quién te dio la médula? ¿Ah?”.
Estuve un año y medio con un tratamiento (me traje como 300 mil bolívares en medicinas, que me alcanzaban para seis meses; me salieron totalmente gratis porque me las entregaron en Cuba) y unas indicaciones y prohibiciones: durante un año y medio no podía ir a la playa, ríos o piscinas, tener relaciones sexuales, estar en grandes aglomeraciones de personas. No podía hacer esfuerzos físicos y semanalmente tenía que hacerme exámenes de sangre y enviar los resultados a Cuba.
A finales de 2007 pude volver a hacer deporte otra vez. En uno de los viajes a La Habana (tuve que regresar para chequeos cada tres meses) les pregunté a los médicos si podía regresar a la universidad a continuar los estudios de Agronomía, y me respondieron que no, que me olvidara de esa carrera. Les pregunté por qué, y me dijeron que había sospechas de que la enfermedad la adquirí por la manipulación de sustancias tóxicas en el laboratorio. En efecto, allí trabajaba con nitratos, con fosfatos y agroquímicos, y lo hacíamos sin máscara y sin bata, sin ninguna protección. No se comprobó que haya sido por el contacto con esas sustancias que se me lesionó la médula, pero es probable, y de todas maneras no debía arriesgarme a exponerme a esas sustancias en las condiciones en que estaba.
Me dediqué entonces a la cocina, que al final es otra forma de acercarme a los alimentos. La Agronomía me acercaba a la producción de alimentos, y la concina a su elaboración. En el campo me había tocado conocer la realidad de los campesinos de Venezuela, explotados y trabajando para otros; y ahora, luego de estudiar cocina, estoy en otro momento de la cadena, que es el eslabón final: la preparación y el consumo de esos mismos alimentos que el campesino produce. He tenido entonces acceso a información sobre otro circuito capitalista, que es el de los restaurantes de lujo y las formas de explotación a sus trabajadores.
Detrás de cada plato de comida hay todo un esfuerzo y toda una realidad social que la mayoría de la gente ni se imagina. Casi nadie piensa en todo el trabajo que cuesta que un pimentón, un pescado o un tomate estén en nuestros platos. Los dramas de los jornaleros que deben entregar la vida para producir lo que consumimos, y el drama humano de los cocineros explotados para que la gente pueda comer en los restaurantes. En esta historia me estoy involucrando también y en eso invertiré los próximos años de mi vida.

Arnaldo Santander: "Una imagen neutralizadora"

Nací en Caracas en 1980 y vivo en Maracay, estado Aragua. A mis 32 años vine voluntariamente a Cuba a someterme a una terapia de desintoxicación de adicción a las drogas; soy consumidor de crack. Estoy en la droga desde los 15 años. Tengo 17 años con este problema, que me destruyó como ser humano y me impidió seguir viviendo con mi esposa y mis hijos.
Yo soy decorador profesional, soy socio de una empresa de decoración que se ha ganado un prestigio en Maracay y eso hizo que yo ganara mucho dinero. Yo me podía ganar 20 mil bolívares semanales y todo me lo consumía. En los últimos años me metía 300 y 500 bolívares en piedra todos los días. Cuando ya no tenía plata disponible vendía las cosas que tenía en la casa: la licuadora, la cocina, el equipo de sonido.
Una vez unos policías me agarraron en la calle con unas piedras de crack y me pidieron plata para soltarme. Les dije que lo único que tenía encima eran 10 bolívares, y me cayeron a coñazos. Me dijeron entonces que fuéramos a mi casa, que aceptaban que les diera un televisor, una cocina, un aparato de aire acondicionado. Les dije: “No, loco, si tú ves dónde duermo yo te pones a llorar”. Eso era en parte verdad y en parte mentira; yo en ese momento tenía en mi casa un televisor plasma de 42 pulgadas pero mi casa parecía la cueva de un indigente. Me dieron un cachazo en la cabeza, me quitaron las piedras y me fui con el coco partido.
Ese televisor, que me había costado 8 mil bolívares, yo lo vendí en 500 para comprar piedra. La operación fue rápida: en un carro vino una gente que se llevó el televisor y me entregó los 500; en otro carro que venía más atrás otra gente me entregó el crack y se llevó los 500 bolívares. Cuando uno hace eso viene el ratón moral. ¿Sabes la rabia que da al ver el espacio vacío donde estaba el tremendo televisor y saber que uno se fumó eso en unos minutos?
La casa parecía el propio antro. Yo no limpiaba, tenía una montaña de ropa sucia. Me arrodillaba a rogarle a Dios y le decía: “Na’ güevoná, Dios mío, yo me voy a morir en esta mierda; yo me llego a cortar aquí y voy a agarrar un tétano rapidito”. Yo me gano la vida como pintor pero la casa estaba con las paredes peladas, desconchadas, escupía donde fuera; me metía piedra a cualquier hora y en cualquier lugar, no me interesaba que me vieran mis hijos. Duraba días sin bañarme; hasta mi mamá me decía: “Arranca pa allá, hueles a mierda”.

“La vaina funciona”

Empecé a consumir droga a los 15 años; comencé con la marihuana. Yo andaba con un grupo de muchachos y antes de hacerme consumidor notaba que ellos, que sí se fumaban su monte, se cogían un poco de culos, mientras que yo no levantaba nada y me preguntaba: “Ah bueno, ¿y entonces? ¿Y yo?”.
Mire, esto es en serio: el día que decidí fumarme el primer tabaco ahí con los muchachos y al ratico tenía una jeva al lado. Pensé: “Mira pues: la vaina funciona”. Poco después me puse a consumir perico (cocaína), también por imitar a los muchachos que andaban conmigo, y siempre andábamos rodeados de ese poco de culos, mi hermano. Pasó mucho tiempo antes de que entendiera que esas mujeres estaban ahí porque sabían o creían que uno tenía plata, y entonces se acercaban pendientes de chulearte, de quitarte la droga o los reales. Más de una vez me pasó que me quedaba dormido y cuando me despertaba no tenía ni la plata ni la droga ni la mujer ni nada.
Me separé de ese grupo y me fui al grupo Los Comegatos, que era una banda de rockeros; yo tocaba batería y guitarra. Todos los jueves nos reuníamos en la Casa de la Cultura de Maracay. El único que consumía drogas de ese grupo musical era yo, que además era el más viejo, pero en ese lugar se reunía mucha gente de todas partes. En esa época, año 2000, una botella de ron Indio Maracay costaba 300 bolos; yo me llevaba 15 mil bolos, una botella de whisky y un poco de mariguana. Cuando no tenía plata hacía varias pencas y las vendía a 500 bolívares. Ese poco de muchachos tenían que reunir de a un bolívar cada uno para comprar una penca y fumársela entre 50; a mí eso más bien me sobraba. Y me sobraban los culos; yo era rey en ese momento y en ese lugar. Y creía que era feliz.

Simpatía por el Diablo

De repente algunos de aquellos muchachos empezaron a decir que eran satánicos, que tenían que matar gente para hacerle ofrendas a Satanás, y yo me empecé a alejar del grupo. Tuve algunas discusiones con ellos, porque decían que quien quería tenerlo todo tenía que entregarle el primogénito en ofrenda a Satanás. Más de uno pensaría que eso era así de fácil: le entrego el muchacho al diablo y al ratico voy y le hago otro a la jeva y listo. Yo les decía: “¿Qué ofrenda tienes que hacer tú, si eres un pobre pelabolas? Satanás no te ha dado un coño, ¿qué sacrificio tienes que estarle haciendo tú?”.
Entonces apareció una mujer que desde que la vi me enamoré; se llama Bárbara. Esa mujer con el tiempo fue mi esposa. A ella tampoco le gustaba esa movida que se estaba formando. Un compadre mío (yo fui padrino de su boda) apareció un día picado en pedacitos; yo nunca supe quién había sido pero empezaron a salir cosas en el periódico sobre una secta satánica, así que me entregué a mi mujer y ya no volví a ver más a esa gente.
Con mi esposa tuve tres hijos y vivíamos bien, levantando la familia y con el sueldo que yo tenía. Pero a mí me agarró la adicción a la piedra y en el año 2010 tuvimos que separarnos. Yo la maltrataba, no física pero sí sicológicamente. Dejamos de vivir juntos pero siempre estuve pendiente de mis hijos; nos veíamos siempre, todos los días. Yo le agradezco que siempre me haya dejado ver a mis hijos, nunca perdimos contacto. Pero no podíamos convivir en el mismo espacio.

La Villa

Antes de eso, en el año 2008, ya había decidido someterme a una terapia de desintoxicación para hacer algo con mi vicio. Me puse de acuerdo con mi mamá y me llevó a un centro de rehabilitación llamado Acreara, que queda en Villa de Cura. Ese centro pertenece a la iglesia evangélica Gilgal.
La entrada era una vaina bien bonita, el piso era de grama; había unas palmeras. Nos recibieron en una oficina, no lujosa pero sí presentable. Nos dijeron que allí se estudiaba la palabra del Señor y que la gente tenía comodidades; la cuota para recluirme ahí era de dos mil bolívares mensuales. Tuve además que hacer una inversión en franelas, pantalones cortos y artículos de limpieza que me pidieron.
Mi mamá se fue de ahí ilusionada satisfecha y yo me quedé dispuesto a hacer algo útil con mi vida. Al irse mi mamá me dijeron “Acompáñeme” y me metieron por unos corredores. Cuando salí del otro lado vi la verdadera cara del Centro.
Aquello era un lugar lleno de mosquitos, gusanos, cucarachas; un poco de gente echada en el piso como si estuviera en la cárcel de Tocorón, y ahí en unas colchonetas tiradas en el piso, como unos perros, teníamos que dormir. Detrás del centro de rehabilitación había una cochinera, y del otro lado un ancianato. Unos jodedores del Centro decían que a esos pobres señores abandonados por sus familias uno los miraba con atención y parecía que flotaban; era que las moscas los estaban levantando para llevárselos.
A mediodía entré a la cocina para ver cómo era y me recibieron como un millón de moscas de todos los colores. Había un tipo que cocinaba como para 50 personas; tenía las uñas como si hubiera metido las manos en una bolsa llena de carbones. Lo vi partiendo 20 huevos para hacer un perico, así con aquella tranquilidad, con esas uñas asquerosas. Allá afuera todo el mundo decía que ese perico estaba sabroso, porque no habían visto quién lo preparaba; pero yo sí vi la vaina y no quise comer.
El agua para tomar estaba en un cuñete de pintura que había dentro de la nevera. Había que sacar el agua con una taza y todo el mundo metía las manos ahí, pero si tenías sed tenías que tomártela.
Todos esos carajos estaban era pendientes de quitarte tus pertenencias. Cuando llegué con mi bolso a sacar las cosas que había comprado para meterlas en un armario sin llave que estaba ahí un poco de tipos me estaban viendo. No aguanté más y les dije: “Mire mi pana, les voy a decir una vaina: aquí todos somos malandros. Si a mí se me pierde algo prepárense, porque a todos ustedes también se les van a empezar a perder las cosas que tengan”. Eso era como una cárcel pero sin rejas.
Esos carajos se la pasaban leyendo la biblia y decían que eran cristianos, pero no compartían la palabra con nadie. Lo que decían era mentira; se notaba que estaban ahí camuflándose, tapándose las fallas.
A la mañana siguiente me fui de ese lugar. Tuve que pedir cola para llegar a Maracay; nadie quería dejarme montar en los autobuses ni en los taxis por mi aspecto, pero al final me llevaron. Cuando llegué a la casa mi mamá me dijo: “¡Muchacho!, llegaste primero que yo”.

La otra Villa

Pasé dos años difíciles, entregado a mi vicio y haciéndole la vida insoportable a mi familia, y entonces en 2010 mi esposa me dejó, se fue de la casa con los chamos. Fue cuando me hablaron del Convenio con Cuba, de los centros de rehabilitación que tenían los cubanos, y decidí meter ahí mis papeles y esperar. La espera fue de un año y medio. En ese tiempo me puse peor que nunca con el consumo, hasta que al fin un día me llamaron para que me presentara en Caracas.
El 20 de marzo de 2012 llegué a Cuba. Me llevaron a la clínica Villa Sol Elguea, en Villa Clara. Un lugar agradable, de lujo, donde nos daban todas las comidas. Está dividido en cabañas y hay una piscina. El personal médico nos trató muy bien, ahora sí sentí que había una sensibilidad y un trato humano por parte de la gente que me iba a ayudar con mi problema.
El control ahí era estricto. Al ingresar me ordenaron quitarme la ropa, agacharme y saltar como una rana; me revisaron los zapatos y toda la ropa hasta dentro de las costuras, una por una. Una vez mi papá fue a visitarme y también le aplicaron la misma revisión. En ese lugar permiten fumar cigarrillos normales, pero no dejan entrar otras cosas.
Cuando llegamos había tres pacientes recluidos; en ese vuelo llegamos siete más. Había entre todos unas muchachas que eran adictas a la heroína y consumidores de cocaína; el único piedrero era yo. Un mes después nos dijeron que era de los mejores grupos que se habían formado. Nos felicitaron por nuestro comportamiento.
Uno de los pacientes tenía 36 años, otro 34 y yo 32; éramos los mayores. Los otros eran muchachos muy jóvenes. No se les veía mucha actitud para lograr superar el vicio, los veía muy inmaduros. Estoy seguro de que es porque los padres tienen dinero, tienen comodidades, para esa gente siempre es más difícil hacer esfuerzos de voluntad. Cuando estás en esas condiciones no te interesa tu vida, porque nunca te la has ganado y puedes obtener dinero rápido y sin esfuerzo, con sólo pedírselo a tus padres.
El caso con esta enfermedad es que si de verdad la quieres superar haces todo lo que te indiquen que sea necesario. La mayoría de la gente que tiene vicios no le gusta reconocerlos; el que lo reconoce es el que lo supera. Esto no es un vicio, es una enfermedad grave, que nunca se cura, pero se puede controlar y superar a conciencia. Tener el control sobre tu enfermedad.
Pero si no quieres controlar tu problema, usas tu inteligencia y tu habilidad para buscar la forma de consumir droga sin que te descubran, aprendes a camuflar tu adicción. Eso no lo viví, pero he analizado a la gente y sé que así es: la gente que está acostumbrada a que la mantengan, cuando deja la droga es porque dejan de darle, y entonces ven eso como un castigo. Así que si mantienen el vicio oculto y no se dejan descubrir siempre van a tener con qué comprar y mantener el vicio.

La imagen neutralizadora

En las terapias nos animaron a encontrar una imagen neutralizadora, algo en lo que tú debes pensar cuando te entran ganas de consumir. Es un ejercicio importante; cuando el cuerpo te está pidiendo droga tú traes a la mente esa imagen y te ayuda a no caer. Mi imagen neutralizadora es el miedo a que mi familia muera calcinada en un incendio; uso esa imagen porque una vez casi me pasó.
En mi época de adicción fuerte yo vendí las dos bombonas de gas que tenía en mi casa y me las fumé; las vendí para comprar piedra. Bueno, una vez estaba haciendo una fiesta en mi casa, estaba preparando una parrilla, y estaba prendiendo la leña con gasolina. De pronto se me prendió el pote de gasolina que tenía en la mano, lo lancé y la casa empezó a coger candela. Mi esposa estaba en el cuarto durmiendo con mis hijos. Tuve que hacer magia para apagar el incendio; en esos días había llovido mucho y había barro por todas partes. Con esas pelotas de barro me fajé con la candela y logré apagarla. En la casa había como 30 personas, y ¿tú crees que alguno de esos hijos de puta se metió a ayudarme?
Cuando se me antoja agarrar la pipa para prenderla me viene a la mente esa imagen y el miedo me ayuda mucho a resistir. Ese es uno de los aprendizajes que obtuve en las terapias a que me sometieron.
Nos hicieron también terapia grupal, terapia individual, egoterapia, cultura física, terapia de relajación. Con la egoterapia uno demuestra el arte que uno lleva por dentro. Cada quien desarrollaba la forma expresiva que le provocaba: pintura, escultura, escritura. Yo hice esculturas con las latas de los refrescos y algunos dibujos. Nos proponían que plasmáramos ahí la forma en que veíamos nuestra vida en el futuro.
También nos pidieron que escribiéramos una biografía, un resumen de nuestra vida. Y me di cuenta mientras la escribía de que yo he pasado por cosas difíciles desde que vine al mundo. Cuando nací me detectaron meningitis aguda y me desahuciaron. Mi tía era directora de la maternidad; por órdenes de ella me hicieron transfusiones y me salvaron la vida.
A los 23 años tuve un accidente grave. Me caí de una mata de mamón, desde una altura de 8 metros y caí sentado; me fracturé la cadera y la muñeca izquierda. Estuve hospitalizado tres meses pero no me operaron, porque cuando me fueron a revisar el hueso se me había necrosado. El hueso me soldó bien; un poco desviado, pero puedo moverme. En algún momento voy a necesitar una prótesis de cadera, pero espero que eso sea cuando esté viejo. En ese momento la prótesis costaba 25 millones de bolívares.

Rumbo a la reconstrucción

Cuando estaba en el Centro en Villa Clara me hicieron varios análisis de laboratorio. Uno de ellos no salió muy bien; tuve que hacerme varios exámenes, todos los días me analizaban los esputos, porque sospechaban que podía tener tuberculosis. Diez de esos análisis salieron negativos y dos salieron positivos. Esa enfermedad también fue producto del consumo de piedra. Si me hubiera quedado en Venezuela nunca me hubiesen detectado ese mal y seguramente me habría muerto.
Me trasladaron a La Habana y me aislaron por tres semanas en una cabaña del hotel El Viejo y El Mar. No podía estar entre la gente; todos los días me llevaban la comida a la habitación y no podía salir de ahí. Desde el balcón de mi cabaña podía ver la piscina del hotel y el mar, y hablar de lejos con la gente, pero me tenían prohibido salir del cuarto.
Cuando cumplí ese período y todos los exámenes salieron negativos pude al fin salir. Este relato lo estoy contando el día 7 de junio, un día antes de regresar a Venezuela.
Regreso contento porque siento que he superado mi problema; estos tres meses de terapia de rehabilitación me hacen sentir seguro de que no voy a recaer en la droga. Mi esposa me llamó una vez estando en Villa Sol Elguea, y me dijo que si lograba mi cometido, si lograba vencer la adicción, iba a volver con los muchachos a vivir conmigo. Yo siento que ya lo logré, que sí pude.
A la gente de este convenio yo la felicito y le doy las gracias. Yo no creía en el Presidente de la República; la vez de la caída del árbol fui a pedir una prótesis allá en la Gobernación del estado y me la negaron. Esa vez me decepcioné mucho; pero ahora me doy cuenta de que a veces las cosas salen mal pero el Presidente Chávez en realidad sí ayuda a los pobres, ayuda a la gente; ahora sí estoy con él.
Aparte de la terapia me ayuda que yo tomé el camino y la palabra de mi señor Jesucristo. Mi gente se había separado de mí, pero ahora me doy cuenta de que no era para hacerme daño sino para que abriera los ojos. Quiero congregarme en mi iglesia y a eso me aferraré para no recaer en el vicio. Lo que estoy haciendo por mí lo hago además porque quiero recuperar a mi familia. Por ellos: mi esposa Bárbara, mis hijos Juan José, Barbie Stefany y Santiago Sebastián. A estas alturas siento que ya lo logré. Me voy a Maracay a reconstruir mi vida, todavía estoy joven para eso.

Germán Marín: Las profundidades y las alturas

Tengo 38 años de edad. Nací en Barrio Obrero, San Juan, Puerto Rico, y estudié los primeros grados de escolar en Mayagüez. Me llevaron muy pequeño a Venezuela y me instalé en la costa de Vargas, en La Guaira, porque mi familia es de allá.
Soy buzo industrial y mi especialidad es la soldadura submarina. He trabajado en varias partes del mundo con varias empresas transnacionales. Técnicamente es la misma soldadura convencional, pero es más moderna por los materiales que se usan; trabajamos con plástico, electrodos y metales. A los doce años ya era asistente de mecanismo, una especie de ayudante de soldadura, pero debajo del agua. Heredé esa vocación por el buceo de mi papá y mis abuelos, que también fueron pescadores y buzos.
En este oficio el prestigio que uno se gana no es por los estudios sino por el trabajo, por la experiencia; tu trabajo es lo que hace que las empresas se fijen en ti y empiecen a solicitar tus servicios. Yo empecé sacándole los rezones (las anclas) del fondo del mar a las lanchas, a pulmón, más o menos desde que tenía diez años. Cuando la tiraban y se perdían yo las buscaba, y me daban 100 ó 200 bolos por ir a sacar el ancla a 40, 60, 80 metros, sin equipo ni bombonas de oxígeno.
Hay varias diferencias entre trabajar bajo el mar y hacerlo en la superficie. Una es el peso de los instrumentos. Debajo del agua los equipos pueden pesar la mitad de lo que pesan afuera y son más manejables; soldar abajo parece un juego de niños. Pero las desventajas y peligros son varios: uno somete el cuerpo a gases muy tóxicos, a sustancias que te deterioran el organismo, y la calidad del aire que estás respirando no es la misma que la del aire natural. Una hora de labor bajo el agua equivale a seis horas en la superficie, así que uno se desgasta más.
Pude ejercer ese oficio desde esa edad tan temprana porque la legislación venezolana y la de la mayoría de los países latinos no es igual que en otros países. En algunos países desarrollados, con sólo una autorización de tus padres, tú puedes trabajar en cualquier especialidad. Yo participaba en algunas labores complejas, como las reparaciones de propela y de casco.
Mucho después estudié Submarinismo en la Universidad Simón Bolívar. Esa es una carrera de ocho años. Aprendí mucho sobre la fauna marina; la carrera de submarinismo requiere dominar varias especialidades y esa es una de ellas. Es una carrera compleja y se aprenden cosas importantes del oficio. Por ejemplo, uno debe analizar el enfriamiento y el calentamiento del agua para saber el traje que va a usar, y el material y el instrumento de autodefensa. No te puedes poner a soldar sin saber qué animal te va a atacar. Tú llegas a matar un pez en un país como Cuba, que tiene una legislación tan estricta, y tu permiso es para dedicarte al turismo o al comercio, puedes ir hasta preso. En otros países como Australia hay varios animales protegidos porque están en peligro de extinción y no lo puedes matar. Claro que no vas a dejar que te muerda o te coma un tiburón, una tintorera, una anguila, pero es necesario conocer la fauna antes de proceder. Últimamente se está empleando en casi todas partes un electrodo de 300 amperios, que produce un choque de corriente que neutraliza al animal, pero no lo mata.

El oficio

De los buzos venezolanos de mi generación, unos 120 en total, quedamos vivos y activos como 16. Unos han muerto y otros han debido retirarse; los hay mordidos por tiburones, otros han sufrido descompresión, convulsiones, trombosis. El exceso de oxígeno para buceo llega en un momento que te hace colapsar las arterias, los pulmones, porque no es un oxígeno natural. En este oficio uno es propenso a sufrir un derrame cerebral, a adquirir mal de Parkinson; estamos expuestos a enfermedades pulmonares y cardiovasculares; a sufrir accidentes mortales por un mal cálculo, un error o mal movimiento.
Cuando uno va a soldar baja un equipo de seis personas: un capitán de grupo, dos para seguridad, dos ayudantes y que graban y registran el trabajo con la cámara. La filosofía de este trabajo es que cuando uno baja no sabe si va a volver a subir con vida.
Una vez, trabajando en Higuerote, un tiburón atacó a un compañero y perdió una pierna. Él creía que lo había golpeado un tronco, pero cuando se dio cuenta de que había un animal cerca subió rápido a la superficie; cuando estaba arriba se dio cuenta de que ya no tenía la pierna. No era un tiburón de los agresivos, pero pasa algo: el material con que nosotros trabajamos produce abajo un ruido como cuando uno golpea una pecera. Los peces se vuelven locos y se ponen a la defensiva, a buscar de dónde viene el sonido. Cuando uno está soldando y golpeando, el pez grande va a ver de dónde viene la perturbación, qué está pasando en su territorio. Por eso uno tiene cuidado de no matar el pescado, la posición tiene que ser de defensa de la fauna marina, de la ecología marina. Uno debe entender que está en sus espacios; si uno entra a su casa y encuentra a un tipo ahí uno no va a estar preguntando, lo primero que agarra se lo pega por la cabeza. Hay que entenderlo así, uno está invadiendo la casa de unos animales, y ellos la defienden.
La vida útil de un buzo depende también del modo de vida que uno lleve, de sus condiciones físicas y deportivas. Si fuma puede durar menos, igual si bebe. Así que también tiene que ver con la madurez o el autocontrol. Cuando uno está en una profesión que paga tan bien es fácil que algunos compañeros se entreguen a la bebida, a la droga. En mi caso, por haber empezado a tan corta edad, la empresa donde trabajaba cuando tuve el accidente quería retirarme (tenía 37 años). Llegué a capacitador: yo era el que aprobaba el ingreso de los nuevos buzos. Les daba un curso de mantenimiento, ponía a prueba sus condiciones físicas. Ya a mí estaban queriendo alejar del agua. A mí no me gustaba esa idea porque estaba en buenas condiciones, pero tengo claro que todo tiene un límite.

De las profundidades a las alturas

Un día, en el barco en que yo me encontraba, estaban haciendo reparaciones. Necesitaban alguien que fuera a soldar unos de tanques arriba, porque había una fuga de detergente, y me mandaron a mí. Yo venía del agua con el traje mojado, y así mismo subí a hacer el trabajo. Íbamos navegando entre Caribe y el Sheraton, en las costas de Vargas.
Mientras yo iba subiendo un operador estaba arriba moviendo unas vigas con una grúa. Cuando estaba llegando a la parte más alta una de esas vigas rozó la escalera y perdí el equilibrio; busqué de dónde agarrarme y lo que encontré más cerca fue un cable de electricidad, y me agarré de él. El golpe de corriente me bombeó para atrás contra la torre; con ese golpe me fracturé la mandíbula. Quedé colgando del pantalón, que quedó enganchado en un trozo de metal, pero el pantalón no aguantó mucho y se rompió; al caer me golpeé con los metales y se me fracturó la mano y el brazo izquierdo, y seguí hacia abajo en caída libre, de espaldas, desde una altura como de tres pisos. Abajo había varias vigas “doble T” de hierro, que se usan para colocar los tanques de oxígeno; caí de espaldas sobre una de ellas. La viga se me enterró por la espalda y me salió por delante, a la altura del estómago.
No sentí el golpe. No perdí el conocimiento. Quedé doblado hacia atrás como una “U” invertida. Varios compañeros se acercaron; yo les gritaba: “Me atravesó, me atravesó” pero no podía ver qué había pasado. Los compañeros me sacaron levantándome desde abajo, como cuando uno saca un trozo de carne de una vara pero al revés. Un metro y medio de viga me atravesaba el cuerpo.
Cuando lograron sacarme, parte de los intestinos y el estómago salieron por detrás, por la herida de la espalda. Los intestinos están dentro del cuerpo enrollados, en forma de espiral o circular; al salir quedaron rectos, varios metros fuera del cuerpo. Como pudieron lo volvieron a meter todo.

La otra travesía

El barco estaba a unos 3 mil metros de la costa. Me bajaron en una camilla hasta una lancha rápida y esta me llevó a tierra. Allí me recogió una ambulancia que me trasladó al Hospital Militar. En el camino me daban cachetadas, me hablaban y me hacían hablar, me inyectaban; yo ya no sentía las piernas. Yo iba consciente todo el camino. Cuando llegué al hospital entonces sí me desmayé.
La evaluación inicial arrojó que la viga me dañó el colon, los intestinos y el estómago. Aparte, tuve fractura de dos costillas, de la mandíbula, el brazo y el tobillo izquierdos; los dedos de la mano izquierda. Me hicieron una primera operación; allí me colocaron unas grapas metálicas de titanio; el estómago me quedó por fuera. Cuando me vi la bolsa empecé a gritar, a preguntar por qué me dejaron vivir. Duré hospitalizado tres días y me mandaron para mi casa.
Yo en ese tiempo vivía solo. Tenía una pareja (mi esposa actual) pero no vivía con ella. Yo he sido siempre un hombre trabajador y nunca he dependido de nadie, por eso no quería que vinieran ahora a atenderme. Pasé trabajo, porque hasta para comer e ir al baño necesitaba ayuda.
A los pocos días los ojos se me empezaron a poner morados, me dolía la cabeza, me dolía todo el cuerpo. Fui al Hospital Militar y descubrieron que tenía una infección dentro del cuerpo. Los metales nunca dejaron que se cerrara bien la herida. Con la presión de la faja que me pusieron, empezaron a irse las grapas. La piel se empezó a estirar y a romper y las grapas se salieron. Al principio maldije, peleé con los médicos, les decía que aquello había sido negligencia. Después lo pensé mejor y entendí que ellos más bien me habían salvado la vida.
Me sacaron una bolsa de coloctomía para poder evacuar. Fue entonces que decidí con mis hermanos ir a operarme a una clínica.
Gracias a que yo ganaba un buen sueldo tenía algo de dinero ahorrado; lo gasté todo en 25 operaciones. Pasé por el Hospital de Clínicas Caracas, La Arboleda y otras clínicas privadas. Cada operación, que era nada más para drenar y limpiarme y cambiar la prótesis, eran 15 y 20 mil bolívares. En total gasté como 127 mil bolívares (127 millones de los antiguos). Cuando se me acabó el dinero, un hermano llevó mi caso al Convenio Cuba-Venezuela, y me llamaron.

En proceso

En La Habana están haciéndome nuevamente todos los estudios, pero esta vez a ciegas, porque en el Hospital Militar de Caracas no aparece ninguna historia mía, no hay un registro de lo que me hicieron cuando llegué el primer día; es como si nunca me hubieran operado. Los doctores aquí no saben qué tengo adentro ni qué fue lo que me hicieron. Yo a veces me pregunto si es que estoy muerto y no me he dado cuenta todavía.
En Cuba me han hecho puro mantenimiento y raspado. Me toman cultivos periódicos para saber cómo están los intestinos. Estoy la etapa preoperatoria. Ya tengo un año y medio aquí; en este momento (mayo 2012) estoy alojado en el hotel El Viejo y El Mar. Mi esposa, que es cubana, me acompaña. Me meto mucho en el mar porque me dicen que el agua de playa es muy buena para limpiar mis heridas. He pasado tanto tiempo aquí que creo que un día de estos deberían darme la nacionalidad cubana.
En este tiempo me ha atendido una doctora muy buena, que no sólo me atiende médicamente sino que me levanta el ánimo, me alienta sicológicamente. Cuando uno va a hablar con ella (me pasa a mí y a otros pacientes que me han dicho lo mismo) pone una seguridad tan grande en sus palabras que uno sale de ahí con ganas de cambiar su vida. Hay varios del equipo médico destacado en el hotel que siempre le dicen a uno que sí se puede, que uno puede, que no desmaye. Allá en Venezuela me quisieron meter miedo con el cuento de que en Cuba no hay profesionales sino que tratan de curarlo a uno con brujería, pero lo que he visto aquí es gente muy profesional y con un gran carisma.
¿Qué voy a hacer ahora? Conquistar el mundo. No tengo problemas que me impidan seguir viviendo. Si así como estoy siempre se come en la casa, cuando esté completamente curado se debe comer mejor. Antes de venirme a Cuba estuve viviendo de hacerles paseos en lancha a los turistas, de venderles pescado. Yo tengo una lancha con capacidad para 12 personas; ahí hago pesca artesanal, paseo a los turistas, a la familia. Quisiera montar un servicio turístico para venezolanos, para enseñarle a la gente el valor de la fauna, la pesca que vale la pena. A veces el pescado más insignificante es más sabroso que el que se vende más caro; la pesca artesanal puede enseñarle a la gente cosas que no sabe sobre ese tema. Estoy pensando en eso, en montar una escuela de pesca y de buceo.